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Dos de los migrantes rescatados conversan ayer en la localidad valenciana de Yeste. :: Kai Forsterling / efe
«Hijas, he llegado vivo»

«Hijas, he llegado vivo»

John y George, dos hermanos llegados en el 'Aquarius', relatan su experiencia desde que salieron hace más de un año de Nigeria

T. PEÑARROJA / J. A. MARRAHÍ

CHESTE.

Martes, 19 de junio 2018, 00:41

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El ibo es una lengua en extinción. Aunque lo hablan más de 18 millones de personas en Nigeria, los estudios no le conceden más de cincuenta años de vida porque el inglés se lo está comiendo: se introducen anglicismos, palabras inglesas, frases completas.

Cuando John consigue un teléfono para hablar con su mujer por primera vez desde hace quince días habla con ella en ibo. Se oye un grito de alegría al otro lado de la línea. Se oyen voces de niños: deben estar pasándose el teléfono unos a otros. John les dice que está vivo, que está en Valencia, que iba a bordo del 'Aquarius'. La conversación es breve; sabe que la llamada es cara. La última frase se entiende perfectamente: «I love you».

Al devolverle el teléfono a su dueño, John sonríe. «Gracias», dice. «Esto es lo que más necesitaba en el mundo». Tiene 43 años y es carpintero. Dice que hace sillas y esas cosas. Tiene dos hijos y dos hijas y quiere darles un futuro digno. Calla un momento y suelta una carcajada sincera pero oxidada de mar y violencia. Hace un año y dos meses que salió de casa. Intentó ganarse la vida en Libia, pero pronto aprendió la realidad de este Estado fallido. «Imagina una sociedad sin gobierno», dice. «Sin presidente, sin Policía. Todo el mundo tiene una pistola o un machete, y ése es el imperio de la ley», concluye.

«Y no digamos cuando descubren que no te llamas Mohamed sino John», apostilla George, el hermano menor de John. «Cuando ven que tienes un nombre cristiano... prepárate para lo que viene: la esclavitud». Los dos hermanos son católicos y están convencidos de que el único motivo por el que están hoy en el Complejo Educativo de Cheste es la gracia de Dios. Y lo de la esclavitud no es un eufemismo. «Tenía un amigo en Libia», cuenta John. «Lo cogieron y lo vendieron como esclavo. Pagaron por él 7.000 dinares (unos 4.500 euros)».

Cuando vio que la situación en Libia era insostenible decidió arriesgar la vida para viajar a Europa por mar, con las mafias. Llamó a su mujer, lo habló con ella. Ella dijo que rezaría y le animó a cruzar el Mediterráneo. Entonces embarcaron. Era el 7 de junio. George llevaba medio año más en Libia. Embarcaron juntos. El viaje «no fue bueno, no fue malo», dice el hermano mayor con un tono resignado. «Los árabes dijeron que tuvimos buen tiempo. Había olas, sí. No era una embarcación preparada para la travesía. Estaba todo en manos de Dios». Detiene el relato y se ríe. Su buen humor contrasta con el de otros inmigrantes de lo que están en Cheste. Es un hombre hecho a sí mismo que no mira hacia atrás. Sabe que vivir es un milagro y desea -los dos hermanos lo desean por encima de todo- conseguir un trabajo, que no los deporten, reunir dinero suficiente para traer a sus familias aquí y que sus hijos tengan algo mejor.

«¿Sabes una cosa?», dice ahora. «África es otro continente». Calla unos segundos para volver sobre la obviedad. «Europa es distinta, tiene una mentalidad diferente y una sabiduría diferente. En Libia todo era sufrimiento. Cuando llegamos a Valencia había gente aplaudiendo, sólo veíamos simpatía. Eso es muy, muy bonito para nosotros», recalca. «Esto muestra amor, unidad. Sí, os queremos, ¡os necesitamos! Esto para mí es maravilloso», termina.

En busca de trabajo

¿Y para el futuro? No saben cuánto tiempo van a estar en Cheste. Desean sobre todo no ser deportados, conseguir un permiso de trabajo, poder seguir aquí. Le han dicho que hay un lugar en el sur que se llama Almería donde siempre necesitan mano de obra para el campo. Lo suyo son los muebles, pero trabajará de lo que sea. «Ojalá podamos trabajar y alquilar una casa», dice George, más bajito y más regordete, nueve años menor que John. Lo trata con respeto, casi como si fuera un padre. Cuando John habla, George calla. Pero ahora no detiene su emoción. «Ojalá podamos alquilar una casa y pronto traer a nuestras familias». Él tiene dos niños. También él ha podido telefonear a su familia. Idénticos gritos al otro lado del aparato. En un momento les pasa a su tío para que lo soluden.

De pronto se dan cuenta de que hay silencio en el campo de fútbol. Los veinte migrantes que pateaban el balón hace unos minutos han desaparecido. Las farolas ya no proyectan ninguna sombra. Se acerca otro de los solicitantes de asilo y los llama hacia el comedor. Se despiden, felices de haber escuchado unos segundos las voces de los que aman. «Que Dios te bendiga», dicen al que les prestó el aparato. Y se van con la alegría del que está vivo y la incertidumbre del que espera una sentencia de muerte.

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