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RAMÓN GORRIARÁN
MADRID.
Viernes, 23 de marzo 2018, 00:57
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«Ahora empieza el mambo», anunciaba Anna Gabriel en un vídeo electoral de la CUP. Y en efecto, aunque con menos capacidad de presión que en la pasada legislatura, sigue siendo la dueña del ritmo de la política catalana, como se pudo comprobar al tirar por el desagüe la investidura de Jordi Turull. Antes ya había hecho sudar a Artur Mas y Carles Puigdemont, a los que forzó a dar pasos indeseados por ellos hacia la ruptura.
La CUP, independentista, anticapitalista y asamblearia, entró en el Parlamento de Cataluña con diez diputados tras las elecciones del 27 de septiembre de 2015. Una decena de escaños vitales para que Junts pel Sí, la alianza de Convergència y Esquerra, tuviera la mayoría. Pero los antisistema dijeron 'no' y el 9 de noviembre de aquel año Artur Mas se estrelló en su tercera investidura. Las promesas soberanistas y las buenas palabras no les ablandaron. Querían que Mas se fuera.
En las semanas siguientes el líder convergente protagonizó unas de «las bajadas de pantalones», en palabras de miembros de su partido, más rotundas que se recuerdan y ofreció el oro y el moro soberanista a la CUP. Los 'cupaires' se lo pensaron y trasladaron la decisión a sus bases, que en una esperpéntica asamblea empataron a 1.515 y mantuvieron el bloqueo. Para evitar que se cumplieran los dos meses sin investidura y la repetición de las elecciones, Mas cedió al límite del plazo, se fue y pasó el testigo a Puigdemont. La CUP se jactó de haberle enviado a «la papelera de la historia».
Los anticapitalistas apoyaron la investidura del hasta entonces alcalde de Gerona porque defendió un programa secesionista sin tapujos. Pero enseguida recordaron al nuevo inquilino del Palau de la plaza Sant Jaume que seguían allí para guardar las esencias de la ruptura, y en junio de 2016 tumbaron los Presupuestos de la Generalitat. Puigdemont se vio abocado a dar un golpe de efecto y se sometió a una cuestión de confianza en el Parlament. Si no la superaba, tenía que irse y convocar elecciones. A la desesperada logró vencer la hostilidad de la CUP y consiguió sus diez votos para superar la moción. El precio fue un referéndum en septiembre de 2017 y la declaración unilateral de independencia.
La consulta, prohibida por el Constitucional, se celebró el 1 de octubre, y la CUP se colocó en primera fila para exigir la secesión que Puigdemont regateaba. La laxa declaración del 27 de octubre fue suficiente, para los antisistema estaban fijadas las bases para la república. Esa actitud intransigente fue penalizada en las elecciones del 21 de diciembre pasado con la pérdida de seis escaños. Pero sus cuatro diputados volvían a ser imprescindibles para la mayoría independentista y los han hecho valer al punto de que han descarrilado la investidura de Turull.
A su entender, el acuerdo de JxCat y Esquerra es autonomista y, por tanto, inasumible. No importan las consecuencias ni que el fracaso conduzca al 'procés' a terrenos pantanosos. Lo primero, para la CUP, es la coherencia con sus principios, caiga quien caiga.
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