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El líder de la resistencia

El líder de la resistencia

Mariano Rajoy es un político con escaso ego, curtido en mil batallas y fiel exponente de la teoría de «quien resiste gana»

PABLO M. ZARRACINA

Sábado, 29 de octubre 2016, 19:16

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El presidente del Gobierno de España es una persona normal. O eso es al menos lo que él mismo asegura con una frecuencia digamos que bastante anormal. Porque, en el caso de ser una persona normal, Mariano Rajoy sería la única que tiene la necesidad de recordárselo constantemente a los demás. Hace doce días volvió a hacerlo en una entrevista televisiva que fue seguida por más de dos millones de espectadores: «A mí lo que no se me puede pedir es ser lo que no soy. Oiga, yo soy un señor de Pontevedra, de provincias. Tengo mi historia, mi trayectoria. Tendré cosas buenas y seguro que muchas más cosas malas, pero desde luego lo que no voy a ser es un impostor».

Además de un señor de Pontevedra, aunque nacido en Santiago de Compostela -cambió de residencia por el traslado de su padre, juez de profesión-, Rajoy es un animal político disfrazado de boticario de la Restauración, que comenzó siendo diputado autonómico en 1981 y ha llegado a La Moncloa treinta años después. Lo ha hecho siguiendo un camino aparentemente sencillo, en línea recta, avanzando cuando había que avanzar y esperando cuando tocaba esperar. Y lo ha hecho en gran medida como si nada, como si la actividad política y el contacto directo con el poder -ese corrosivo- fuese algo que conviene hacer para desentumecer las piernas entre la hora del puro y la lectura de la prensa deportiva.

Emociones contenidas

Si hacemos un repaso a los cuatro presidentes del Gobierno salidos de las urnas en democracia, Rajoy destaca por una razón inmediata: es el único de ellos que no parece tener un ego del tamaño de un país mediano. Campechano, irónico y ligeramente desastrado, tampoco es un seductor. No lo es al estilo clásico de Adolfo Suárez y Felipe González, y tampoco a la manera arrogante e inexplicable de José María Aznar. Y no es desde luego un acabado hechicero sentimental como Zapatero. En su caso, la expresión y la publicidad de las propias emociones es una opción que ni siquiera se contempla.

Rajoy parece ser el único hombre tranquilo en un país feroz y precipitado. Y puede serlo hasta extremos paródicos. En el año 2000 le preguntaron qué se sentía al estar en el Gobierno y el respondió que tampoco «era gran cosa». En 2005 el helicóptero en el que sobrevolaba la plaza de toros de Móstoles se estrelló y, tras el accidente, Rajoy le explicó al secretario general de su partido que había notado que el aparato se venía abajo. «He tratado de sentarme lo mejor posible», indicó a continuación.

Más ejemplos de esa particular manera de ver el mundo. Hace unos días, le preguntaron en televisión si iba a instalarse en La Moncloa en caso de ganar las elecciones. Su respuesta fue abracadabrante: «Si tengo que ir a La Moncloa, pues tendré que ir». Unos días antes un periodista le había preguntando si tenía pensado el nombre del futuro ministro de Economía. Rajoy dijo que sí. Cuando el periodista le preguntó si era un hombre o una mujer, Rajoy contestó: «Depende».

A lo que se ve

Estas cosas las dice el próximo presidente del Gobierno con un tono que remarca la evidencia de sus palabras, como si el único motor de su discurso fuese el sentido común y como si cada una de sus frases encerrase una verdad tan obvia que pronunciarlas fuese un extraño caso de redundancia. Durante esta campaña, Rajoy ha repetido por ejemplo que los gobiernos tienen que estar formados por gente «preparada y que esté a la altura de las circunstancias» y no por «chistosos». Incluso la elección de las palabras es en Rajoy poco contemporánea. Estamos ante uno de los pocos españoles menores de 90 años que todavía utiliza expresiones tan polvorientas como "a lo que se ve", "caramba" o "ni hablar del peluquín".

Mariano Rajoy nació el 27 de marzo de 1955 en el seno de una familia habituada a manejarse en la Administración. Su abuelo fue redactor del primer Estatuto de Autonomía de Galicia, y su padre, presidente de la Audiencia Provincial de Pontevedra. Destacó como estudiante y fue el registrador de la propiedad más joven de España. Se afilió a Alianza Popular en 1981. Ese mismo año fue elegido diputado del Parlamento gallego. Quienes le conocieron entonces aseguran que ya daba una gran sensación de madurez. Le ayudaba su barba -que desde 1977 oculta las cicatrices provocadas por un accidente de coche-, su corpulencia y su temperamento. Antes de cumplir los 35, había sido presidente de la Diputación de Pontevedra y vicepresidente de la Xunta. En Galicia, además de a los cargos de responsabilidad, Rajoy se acostumbró a las guerras fratricidas. Lo hizo liderando el grupo de los "birretes", el sector del partido local que, desde las ciudades, le disputaba el poder al llamado grupo de las "boinas", los influyentes dirigentes de las zonas rurales.

Discreto y cabal

Dio el salto a la política nacional a comienzos de los 90, de la mano de Aznar. En 1996 se convirtió en ministro de Administraciones Públicas y comenzó a labrarse fama de gestor tranquilo y poco dado a las salidas de tono. En 2000 fue el responsable de diseñar la campaña de las generales en las que el PP obtuvo la mayoría absoluta. Además de ocupar varios ministerios, fue el portavoz del nuevo Gabinete en dos de sus peores momentos: la participación en la guerra de Irak y el hundimiento del "Prestige". En agosto de 2003 fue propuesto por Aznar como su sucesor. «Es una persona en la que se puede confiar», dijo el entonces presidente. «Es discreto y cabal».

Tras perder las elecciones de 2004, poca gente apostaba por su supervivencia al frente del PP. Todavía menos lo hacían tras las elecciones de 2008, cuando se abrió en el partido una importante crisis de liderazgo. Sin embargo, Rajoy consiguió conservar el mando sin levantar demasiado la voz. Permaneció asombrosamente fiel a sí mismo, como si ni siquiera los cuchillos que silbaban a su espalda fuesen algo que le concerniese. Después ha explicado que aquello fue cosa de «paciencia, comprensión y esfuerzo». También que, aunque no cultiva el rencor, tiene buena memoria.

Y tiene algo todavía más peligroso: paciencia. Pocos políticos ejemplifican como él la verdad política de que quien resiste gana. Basta con no perder los nervios y esperar una oportunidad.

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