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ES LO QUE TIENE

Noemí Iruzubieta

Domingo, 21 de septiembre 2014, 18:14

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Cuando una se hace mayor y tiene hijos pequeños, los sanmateos pasan a ser un coñazo. Así de claro. El clásico vermú de después del chupinazo se ha convertido en un horror caminando a paso de hormiga por Laurel o San Juan con los críos amarrados para que no se pierdan (y con el número de teléfono escrito a boli en el brazo), las barracas son un continuo sacapasta con volumen brutal (luego dicen del heavy), sin hablar de la obligada salida de las peñas de los toros que me aburre soberanamente... En fin, para bostezar. Seguro que a muchos de los cuarentañeros que estáis leyendo estas líneas os pasará algo parecido.

Pero, afortunadamente, los sanmateos no han sido siempre así, hubo grandes momentos que conservo en la memoria como un pequeño tesoro y que de vez en cuando vienen a mi mente en forma de pequeños flashes mientras paseo Portales para arriba, Portales para abajo viendo mimos, Mickies globofléxicos y músicos peruanos.

En particular recuerdo sobre todo mis primeros sanmateos 'de mayor', y lo digo en sentido literal ya fue un día de San Mateo cuando tuve la primera visita del señor de rojo, o sea que pasé de niña a mujer, como diría Julio Iglesias. En aquella época, ya nos daban cierta libertad para ir solas a las barracas (por cierto, gran habilidad la de mi amiga para que nos invitaran los feriantes a fichas gratis), y a dar una vuelta por los jipis, pero nosotras aprovechábamos el rato para entrar en los chamizos que las cuadrillas de jóvenes montaban en el barrio. Nada que ver con los chamizos de ahora; entonces cada cuadrilla tenía entidad propia, con su blusón y su logotipo molón.

La cuadrilla de mi barrio se llamaba 'Los vampiros' y vestían un blusón verde con un vampiro de cuero (o imitación) cosido en la espalda, y el garito en cuestión ocupaba una lonja en Pérez Galdós entre la calle Labradores y Vélez de Guevara . Allí se juntaban los chavales de la zona a tajarse con zurracapote o lo que se terciara, y nosotras nos acercábamos de vez en cuando a ver qué se cocía. Después, con unos traguillos de zurra entre pecho y espalda y la sonrisa de oreja a oreja (eso no se podía llamar pedillo aún) íbamos a las verbenas, que entonces se hacían en el Parque Gallarza y en la Plaza del Ayuntamiento. De esto hace milenios, evidentemente.

Escribiendo estas líneas, a mi cabeza acuden imágenes de historietas ocurridas en años posteriores en la Laurel de la época, donde todos los bares eran cutrecillos, pero encantadores, en garitos donde ponían Kortatu a todo trapo, en unas txoznas políticas al estilo País Vasco que se instalaron un par de años en la Fuente Murrieta, en los bares de la Zona, que entonces era lo más (recuerdo particularmente el Tin Tin y el Rex posteriormente Level-), y de vivencias más cercanas en el tiempo en bares de la Mayor y la Plaza del Mercado con diferentes cuadrillas de amigos, echando risas y viviendo mil historias que no se pueden contar aquí.

Pero nada de lo vivido supera ni por asomo mi San Mateo más feliz, el de 2008 cuando salí del hospital con mi hijo Eneko en brazos. Con el paso de los años y el nacimiento de los peques, la cosa ha ido cambiando y he tenido que adaptarme a vivir las fiestas pendiente de los gigantes y cabezudos, las carrozas, el Tragantúa y Gorgorito. Es lo que tiene.

En fin, que rectificando lo dicho al comienzo, no es que los Sanmateos sean ahora un coñazo, lo que es un coñazo es hacerse mayor.

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