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Pequeñas maldades

Teri Sáenz

Sábado, 20 de septiembre 2014, 11:34

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El único responsable de que hoy haya amanecido como cualquier otro día y San Mateo siga su curso la tiene exclusivamente un ser minúsculo de voz nasal y estaca afilada llamado Gorgorito. Allí estaba él a media tarde hace unos años, en su teatrillo maltrecho mientras el mago esmeralda mimaba un cristal mágico de color verde. El mismo con el que las hadas que seguramente usted no pueda ver pero que le garantizo que gravitan sobre nuestros hombros diciendo qué podemos o no hacer, qué está bien y qué es pecado, se nutren para ejercer su labor.

Todo transcurría con esa normalidad pueril hasta que apareció Ciriaca por una esquina del escenario. En ese momento la tarima tembló. La audiencia se desgañitó, el viento sopló con más fuerza y uno de los chiquillos que atendía a la historia en primera fila tuvo que ser evacuado por su madre derramando lágrimas y baba y con una expresión de terror en su rostro como si acabara de ver al mismísimo Cristóbal Montoro.

Sin embargo lo más terrible estaba por llegar. La bruja no estaba sola. Venía acompañada de sus colegas Verrugona, Espantosa y Barrigona quienes tras saludarse efusivamente «manos arriba, nos damos la vuelta y con disimulo chocamos el culo» se conjuraron para robar el cristal verde y hacer de ése el último día de una era de paz y progreso. Un despiste de Gorgorito y las artimañas de las arpías consiguieron hacerse con el grial y mutarlo en todo lo contrario: una fuente de maldad y rencor que desprendía un polvillo rojo. El mismo que si te toca te convierte en una persona odiosa como comprobó Rosalinda, quien tras recibir los efluvios del cristal confesó ante unos atónitos niños que siempre la han tomado como un ejemplo de bonhomía: «Me están dando unas ganas irrefrenables de hacer el mal».

La tragedia se mascaba entre el público. El pánico llegó incluso hasta las cuatro venerables ancianas que, a pesar de que la organización insistía en que los asientos estaban reservados para los más pequeños, se habían hecho fuertes sentadas en las sillas de madera. Y todo, por ese maldito polvillo rojo con el que también había sido rociado Gorgorito para inutilizarle.

Cuando todo parecía abocado a la catástrofe, las hadas soplaron al unísono. Tanto hincharon los pulmones que las motas de polvo colorado volaron y Gorgorito recobró las fuerzas, enganchó la estaca y empezó a repartir esas hostias como panes que los niños sienten como el éxtasis de la función. Los gestos de preocupación de la chavalería se convirtieron en miradas de gloria mientras el héroe devolvía al cristal mágico su color original y se despachaba con las brujas hasta hacerlas caer de las manos de Maese Villarejo. Un crío que no quitaba ojo y de vez en cuando miraba por encima del hombro por si veía un hada, mostraba su insatisfacción por el colofón de la obra. «Otros años les pega más fuerte y lanza a Ciriaca fuera del teatro», me dijo.

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