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Cristina Cuesta tenía veinte años y estudiaba Periodismo en Lejona cuando los Comandos Autónomos Anticapitalistas segaron la vida de su padre y su escolta en 1982 en San Sebastián. :: Ernesto Arias
«Baja deprisa que a tu padre le ha             pasado algo»

«Baja deprisa que a tu padre le ha pasado algo»

Sábado, 28 de abril 2018, 23:55

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Cristina tiene una mirada que se ciñe al infinito cuando rememora cómo fue la muerte de su padre -el logroñés Enrique Cuesta, delegado de Telefónica en Guipúzcoa- a manos de dos terroristas en San Sebastián pasadas las tres de la tarde del 26 de marzo de 1982. «Le asaltaron a él y a su escolta, Antonio Gómez García, y los mataron a los dos». El relato forense describió con precisión la manera con la que un proyectil penetró en el hemitórax derecho de Antonio, perforó su pulmón y salió por el occipital, llevándose con él parte de su masa encefálica. Al mismo tiempo, otra bala asesina reventó el corazón de Enrique y ambos cayeron al suelo fulminados. «Yo estudiaba primero de Periodismo en Lejona, pero ese fin de semana me había quedado en casa para celebrar mi cumpleaños. La última vez que había hablado con mi padre fue para pedirle dinero para comprarme unos vaqueros y estábamos esperando a que llegara del trabajo para comer todos juntos. Mi hermana Irene, que tenía catorce años, iba al colegio a esa misma hora, y siempre bajaba a su encuentro para darle un beso en el portal y lograr unas moneditas para chuches. Ella ya había salido de casa, sonó el teléfono, lo cogí y una voz masculina -que no he olvidado nunca y que durante muchos años hasta se me aparecía en sueños- me dijo: 'Baja deprisa que a tu padre le ha pasado algo'. Nunca he sabido a quién pertenecía. Lo que sí recuerdo con total claridad es que en ese momento estaba segura de que mi padre había sufrido un atentado terrorista. Lo tuve clarísimo; la muerte era moneda cotidiana en aquellos años en el País Vasco».

Cristina, que vivía en un noveno piso, bajó a toda velocidad a la calle y emprendió una carrera desesperada hasta el lugar del atentado: «Vi a mucha gente arremolinada y una mancha de sangre en el suelo. Empecé a gritar: '¡Mi padre!, ¡mi padre!, ¡mi padre! Una vecina y un policía municipal me vieron tan desamparada y rota que me llevaron en coche al hospital provincial. Recuerdo aquel trayecto, que se me hizo eterno; recuerdo también que estaba convencida de que mi padre podría estar vivo, que aunque lo hubieran herido no lo habían matado. Quizás pensé que si se lo habían llevado al hospital todavía me podía asir a una brizna de esperanza por pequeña que ésta fuera».

Pero al llegar al centro sanitario se desvaneció cualquier atisbo de vida: «Nadie salió a recibirnos, nadie nos dijo nada. Yo empecé a gritar que quería ver a mi padre y me lo mostraron sobre una camilla en un pasillo; no en una habitación o en una sala; no, en un pasillo frío y vacío del hospital. Tenía echada una sábana por encima y lo vi muerto, con su chaqueta de patita de gallo, su corbata y la sangre en el pecho. A mi lado permanecían el municipal y la vecina. Los dos con los ojos atónitos y yo absolutamente deshecha».

«Tenía puesta una sábana por encima y lo vi muerto, con su chaqueta, la corbata y la sangre en el pecho»

Como en tantas ocasiones, los seres más cercanos se enteraron de lo sucedido a través del telediario: «Recuerdo que llamé a mi madre desde una cabina del hospital y que alguien me dijo que tenía que ir a toda velocidad al juzgado. Me presenté allí con mi novio y tuve que testificar lo que me había sucedido desde que aquella voz masculina me avisó a través del portero automático». Una funcionaria le preguntó a Cristina incluso por el número de tiros que había recibido su padre en el atentado: «Aquellas preguntas se me clavaron como puñales; me quedé tan conmocionada que no era capaz ni de articular una sola palabra. En aquellos años no existía el más mínimo protocolo de actuación psicológica con las víctimas y a la dureza de lo que estabas viviendo se sumaba la parte más fría de las instituciones».

El escolta Antonio Gómez García falleció cinco días después, a media mañana del 31 de marzo de 1982. Fue operado tras el atentado y desde entonces se sumió en un coma profundo; contaba con 24 años, estaba casado y tenía un hijo. Se da la circunstancia de que también había sido escolta del dirigente socialista Txiki Benegas y vivió a su lado en el Congreso el golpe de estado del 23 de febrero de 1981.

Cuenta Cristina que su padre, que fue asesinado con 54 años, era un hombre jovial y amable: «Se sentía muy de Logroño y siempre se mostraba muy pendiente de sus hermanas Merche y Lucía. Además, mantenía mucha vinculación con su tierra; fue enterrado en su Logroño porque se lo había dicho a mi madre varias veces. Por eso no tuvimos ninguna duda sobre el lugar en el que iba descansar. El sepelio fue una manifestación de duelo impresionante. Y en el funeral de San Sebastián también hubo mucha gente».

La autoría del doble asesinato fue reivindicada por los Comandos Autónomos Anticapitalistas (CAA), quienes ya habían matado en 1980 al anterior delegado de la Telefónica en San Sebastián, José Manuel García Cordero, al que acusaron, al igual que a Enrique Cuesta, de colaborar con la Guardia Civil en las escuchas telefónicas. Este grupo terrorista era una escisión de ETA y surgió de la confluencia de los llamados movimientos marxistas autónomos y los comandos 'Bereziak' de ETA (p-m).

'Capullo', el asesino

La Audiencia Nacional condenó en el 2010 (28 años después de los asesinatos) a 46 años y ocho meses de cárcel a José Antonio Zurutuza Sarasola, alias 'Capullo', y consideró como hechos probados que planificó y llevó a cabo el asesinato de Enrique Cuesta y su escolta, junto a los ya fallecidos Ramón Agra Alonso -condenado por estos hechos en marzo de 1985- e Ignacio Taberna Arruti. Zurutuza y Taberna robaron un Seat 850 con matrícula de Zamora y se dirigieron hasta la calle Sancho el Sabio de la capital donostiarra, donde les esperaba Agra a bordo de un Simca 1.200, con el motor encendido para escapar. La sentencia especificó que 'Capullo' realizó varios disparos «de forma rápida e inopinada» con una pistola 'Firebird' de fabricación húngara que causó la muerte prácticamente en el acto al directivo de Telefónica y a su guardaespaldas. Este sujeto huyó a Francia y en 1984 fue expulsado a Venezuela junto a otros etarras por las autoridades del país vecino. Años después regresó de nuevo al sur de Francia, adquirió la nacionalidad francesa tras casarse con una ciudadana gala, y se convirtió en director gerente de la empresa 'Olabe Distribución', constituida en 1992 en Hendaya y oficialmente dedicada a la comercialización de productos españoles y peruanos.

La madre de Cristina resultó muy tocada tras el asesinato de su marido y se le diagnosticó una grave enfermedad mental: «Me puse al mando de la nave familiar, con mi hermana con apenas catorce años y mi madre terriblemente afectada. Lo primero que hice fue dejar de estudiar, era la hija mayor y no había más opciones. Tuve la suerte de que me contrataran en Telefónica como personal subalterno y al mes exacto de la muerte de mi padre yo entré a trabajar por la misma puerta por la que él había abandonado el edificio instantes antes de que lo asesinaran». E incide en un circunstancia muy especial: «Lo he visto en muchos otros casos de terrorismo, en muchas mujeres que quedaron viudas, con varios hijos a su cargo y prácticamente desasistidas. Aunque parezca paradójico, fue muy sanador asumir el papel de fuerte. Tenía mis momentos y mis crisis, pero sacar adelante la familia me dio un sentido para ir contra viento y marea e ir solucionando problemas en un entorno muy hostil, con la soledad, la estigmatización de las víctimas y con la muerte y la violencia absolutamente presentes en la vida cotidiana».

Al año siguiente Cristina tomó la decisión de compatibilizar su trabajo con el inicio de la carrera de Filosofía en la Facultad de Zorroaga y comenzó a desarrollar su vida en dos ámbitos: «En el trabajo era la hija del jefe asesinado. Era como un impacto andante para todo el mundo. Se unió además una circunstancia muy chocante, ya que alguien del entorno policial me avisó de que la información sobre el seguimiento de mi padre con toda seguridad había partido de la propia Telefónica. Aquello me provocó una ansiedad y una angustia terrible porque no conocía a casi nadie e iba por los pasillos y comenzaba a hacer conjeturas sobre todo el mundo. Nunca lo supe, pero fue algo muy incómodo». Y también recuerda con desazón la pregunta constante que mucha gente le hacía una y otra vez: «Oye, tu padre ¿qué hacía? ¿En qué andaba metido?». Explica Cristina que estás cuestiones no venían de simpatizantes del entorno abertzale, «llegaban de personas que no tenían nada que ver; era la culpabilización de la víctima que la sociedad vasca de aquellos años tragaba, por duda, por miedo, por prevención o por lo que fuera, pero tragaba. Cuando llegó la reivindicación, los CCA dijeron que mi padre era colaborador de los cuerpos represivos del Estado. Para mí fue un 'shock'. Yo no conocía a mi padre en el ámbito laboral y puedo decir que en ese primer momento me llegué a preguntar qué estaba pasando. Al poco tiempo, reflexioné y me di cuenta de que no, que la claridad respecto a la inocencia de todas las víctimas, independientemente de las circunstancias concretas de cada una de ellas, era esencial».

Y en la Universidad se consideró un alma en pena: «Deambulaba por aquellos pasillos llenos de pintadas de 'Gora ETA' y demás cosas como profesores que nos sacaban de clase cuando había detenciones de terroristas. A nadie le decía que era víctima, pero recuerdo tres profesores extraordinarios: Alfredo Tamayo, Aurelio Arteta y Fernando Savater, con su artículo 'Rentistas de la tortura', que me marcó profundamente». Cristina Cuesta fundó a mediados de los años ochenta la coordinadora Gesto por la Paz de Euskal Herria, que fue la primera respuesta organizada de la sociedad civil contra la violencia etarra. Pero ésa ya es otra historia.

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