Borrar
Nuestra lengua por bandera

Nuestra lengua por bandera

La Rioja celebra su día central sin olvidar la reclamación de las Glosas Emilianenses, el legado histórico que es la base de la identidad autonómica, pese a la última negativa de la Academia de Historia

Jonás Sainz

Viernes, 9 de junio 2017, 09:29

Necesitas ser suscriptor para acceder a esta funcionalidad.

Compartir

Es un mito: La Rioja no es la cuna del castellano. Los idiomas, que, si no son cuidados por sus hablantes, sí pueden morir, en cambio no nacen en un solo lugar ni en momento concreto. Nadie debería pretender atribuirse en exclusiva un mérito tan abstracto que pertenece a todos o a ninguno. Lo verdaderamente indiscutible es la trascendencia cultural del scriptorium medieval de San Millán de la Cogolla y la importancia filológica de sus códices, algunas de cuyas glosas -anotaciones al margen o entre líneas escritas entre los siglos X y XI por los monjes copistas del monasterio de Suso- son consideradas el primer testimonio escrito conocido de romance hispánico, un dialecto riojano o altorriojano, la lengua hablada en la alta Edad Media por un pueblo que ya había olvidado el latín.

Mil años después, La Rioja corre el riesgo de olvidar también las propias Glosas Emilianenses, celosamente custodiadas en Madrid por la Real Academia de la Historia. Son sin duda patrimonio de esta tierra y uno de los mayores símbolos de su historia e identidad, pero su prolongada ausencia las ha convertido en bandera invisible y parte de ese mito alimentado por la ignorancia. Reclamarlas, como se viene haciendo desde 1978 con más o menos fuerza. dependiendo de la coyuntura política, no debería obedecer a motivaciones propagandísticas sino a un verdadero objetivo de impulsar con ello el deseo de conocimiento de los orígenes de una historia común. Hacer del mito un símbolo, una bandera cultural, y no un tópico vacío.

Esta es la pequeña gran historia de un libro modesto y valiosísimo que muy pocos han podido ver; la historia de apenas cincuenta palabras escritas por un monje de San Millán en un códice medieval en el siglo X que, si no cambiaron el mundo, son testimonio de ese mundo en permanente transformación.

Doce renglones (año 992)

El llamado Códice 60 es un ejemplar de poco menos de veinte centímetros por catorce con 97 folios de un pergamino áspero y rojizo cortados de forma irregular y escritos en tinta marrón. El contenido es propio del siglo X: anécdotas de monjes ermitaños de Egipto, oficios de letanía, el martirio y las misas de los santos Cosme y Damián, además de ocho sermones, entre ellos los de san Cesáreo de Arlés y de san Agustín de Hipona.

Pero el códice no es mundialmente conocido por estos textos, sino por las posteriores anotaciones interlineales y marginales, datadas en torno al año 992, según algunas fuentes. Son las glosas escritas por un copista del monasterio de San Millán en latín, griego, euskera y un primer romance identificable como castellano incipiente. Una lengua que ya no es latín sino el dialecto del pueblo. La más extensa y filológicamente valiosa de las glosas figura al margen derecho del folio 72. Son solo doce renglones, medio centenar de palabras escritas en letra visigótica; una alabanza a la Santísima Trinidad que iba a permanecer mucho tiempo callada.

La exclaustración (1821)

Ocho siglos después, en 1821, los monjes benedictinos que habitaban en el monasterio de Yuso (de abajo) fueron exclaustrados por segunda vez (ya habían sido expulsados por José Bonaparte en 1809 y lo serían definitivamente en 1835 con la desamortización de Mendizábal; hasta 1878 no llegarían para ocupar su sitio los agustinos recoletos). Reclamados por el Gefe Político (sic) durante la desamortización ordenada por el Gobierno liberal, los «códices antiquísimos» de su biblioteca, procedentes de la antigua de Suso (de arriba), fueron llevados a Burgos.

Con esa zozobra vivían las comunidades religiosas los no pocos vaivenes políticos de la España del XIX, con gobiernos que se sucedían derogando lo dispuesto por el anterior. Pero no por ello regresaron a San Millán aquellos viejos manuscritos en los que los desamortizadores esperaban encontrar títulos de propiedad de la Iglesia, cuando lo que en realidad guardaban era otro gran tesoro todavía por descubrir.

Todo a Madrid (1851)

Los primeros años de exilio los pasaron en Burgos, hasta que en 1851 fue reclamada desde Madrid la «remisión de códices pertenecientes a los monasterios de San Millán de la Cogo- lla y San Pedro de Cardeña (Burgos), ordenada por la Dirección de Fincas del Estado en virtud de la aplicación de la legislación relativa a la desamortización». Efectivamente, uno de los aspectos de la desamortización de bienes eclesiásticos por el Estado en el siglo XIX fue la incautación de gran cantidad de archivos monásticos, catedralicios, etcétera, de distinta procedencia a los que asignaron -como a otros bienes muebles e inmuebles- destinos distintos.

Entre las adjudicaciones figuraba un sustancial corpus de documentos cuya masa reunida dio origen al Archivo Histórico Nacional, radicado en la capital de España. Otras incautaciones desamortizadoras pasaron a engrosar los fondos de muchos archivos históricos y administrativos regionales, provinciales y locales; y una importante serie de libros y documentos antiguos fue asignada a la Biblioteca de la Real Academia de la Historia en Madrid «como entidad cualificada para su custodia y aprovechamiento científico».

A este último grupo pertenecía el lote procedente de los monasterios benedictinos de San Millán de la Cogolla y San Pedro de Cardeña. De los más de cien volúmenes que reuniría esta entidad en sucesivas adquisiciones, casi setenta son códices emilianenses (códices del 1 al 64 y del 118 al 120, según la numeración con que fueron registrados al ingresar).

El primer vagido (1911)

Quién sabe si de no haber sido por esta biblioteca no habrían acabado en la hoguera aquellos legajos carentes del valor que esperaban de ellos los políticos de la época. Pero fue allí donde aguardaron silenciosamente a que alguien iluminase su secreto. Y sucedió que su verdadero valor fue descubierto en 1911, cuando el académico Manuel Gómez Moreno transcribió alrededor de mil glosas interlineales y marginales del Códice 60 y se las envió a su colega Ramón Menéndez Pidal.

Fue como descubrir la cueva de Altamira. De pronto, al cabo de nueve siglos, allí estaban aquellas viejas palabras ante alguien capaz de entender su significado y, sobre todo, de apreciar su singularísimo valor filológico, cultural e histórico. «En estas Glosas Emilianenses -sentenció el eminente medievalista- vemos el habla riojana del siglo X muy impregnada de los caracteres navarro-aragoneses». Era la clave del origen de aquella primera lengua romance que ya no era latín.

Otros muchos estudiosos, como Rafael Lapesa, Emilio Alarcos, Manuel Alvar o los hermanos Claudio y Javier García Turza en La Rioja, vendrían después a enjuiciar lo que simbólicamente se ha consensuado como «acta de nacimiento del idioma». «El primer vagido de la lengua española es, pues, una oración», afirmaría el filólogo Dámaso Alonso.

Hoy, puestos a conocer y desmitificar, no es que sea el padrenuestro del español, pero quizás deberíamos saberla de memoria: Con o aiutorio de nuestro dueno...

Reporta un error en esta noticia

* Campos obligatorios