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Sanz, emocionado, recibe los aplausos de sus compañeros.
Pedro por su casa

Pedro por su casa

Jorge Alacid

Domingo, 2 de abril 2017, 13:35

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Cabeceaba Pedro Sanz mientras veía deambular ayer por Riojafórum a sus camaradas; sobre todo, aquellos quienes (se supone) le habían jurado obediencia debida. Los que habían construido su carrera gracias a su dedo divino y ahora le esquivan. Los que ya no se acuerdan de quién es. Los que empezaron a cortocircuitar sus conexiones con él, y con lo que Sanz representa, en junio del 2015: quienes, una vez que dejó de ejercer como todopoderoso jefe del Gobierno y del PP, empezaron a desfilar hacia el lado que ocupaba el nuevo inquilino del Palacete. Y cabeceaba Sanz luego, mientras votaban sus hasta ayer leales, porque algo le decía que esa sensación rara que le dominaba desde buena mañana, una mezcla de tristeza y melancolía, encerraba el presagio del triste destino que aguardaba a su heredera. Cuca Gamarra perdió, en efecto. Pero el auténtico derrotado de ayer fue su mentor.

Sanz había empezado a acumular malas noticias desde que supo lo que el viernes comunicaron los teletipos despachados desde Génova: la sede nacional de su partido enviaría a La Rioja a dos teloneros, Fernández-Maíllo y Maroto, para despedir a quien garantizó una mayoría absoluta tras otra durante veinte años. El dirigente que guió a su partido a una larga sucesión de conquistas, que no mereció sin embargo del PP nacional el gesto que sí tuvo ayer con Juan Vicente Herrera. Hasta Castilla y León viajó la plana mayor del PP, con Mariano Rajoy al frente, mientras a Riojafórum se desplazaba una comitiva menor. La amargura presidía su adiós y por eso Sanz cabeceaba viendo desfilar ante sus ojos el universo mundo, sus miserias y sus grandezas. Al pie de la escalera que conducía a la tribuna de prensa, el patriarca del PP recibía alguna palmada de ánimo, regateaba a los desafectos y recogía el olvido de cuantos le fueron abandonando y se pasaron a las filas de Ceniceros, cuyos apoyos se pueden medir desde una doble perspectiva: los aportados por los convencidos de buena fe y los que preferían votar todo aquello que nada tuviera que ver con Sanz.

Así que cuando el presidente en retirada tomó la palabra, después de las ovaciones, las lágrimas emocionadas y el vídeo exhibido para su mayor gloria, pareció que su voz tronaría para quejarse por tanto desprecio percibido a su alrededor en los últimos tiempos. Que recordaría a quien le suceda que deberá medir los méritos que acumule en función de los triunfos en las urnas que el PP de Sanz sí aseguraba. Pero no hubo tal: sabedor tal vez de que un discurso demasiado vehemente podía contribuir a retirar apoyos a la candidatura de Gamarra, fue una intervención comedida. Mesurada. Donde sí se concedió alguna licencia para lamentar el enrarecido ambiente que presidió las vísperas congresuales («Esto no es lo que me hubiera gustado»), pero sin explorar a fondo esa línea argumental: «Tampoco se cae el mundo».

Así que zanjada la oportunidad de saldar cuentas pendientes, Sanz retomó el discurso que pronunció aquella mañana en la sede del PP, cuando anunció que se iba y ofreció su apoyo a la alcaldesa de Logroño. Mediante la misma táctica: sin nombrarla. Limitándose también ayer a reclamar que su partido se movilizara para ganar las elecciones del 2019, con una invocación continua a ese futuro tan prometedor que Gamarra había convertido en su baza favorita para pedir el voto de la militancia. Dicho lo cual, Sanz se bajó del atril, agradeció el aplauso de los congregados y se marchó de conciliábulos por los pasillos, como Pedro por su casa. El mismo Sanz que antaño ganaba voluntades mediante llamadas y más llamadas, de confidencia en confidencia, ayer sólo encontraba interlocutores entre algunos camaradas de la primera hora. Se había convertido en la compañía que nadie quería: de repente, huían de su lado no sólo los seguidores de Ceniceros sino todos esos incondicionales de Gamarra que empezaban a pensar que el apoyo del todavía mandamás del PP se había transformado en el abrazo del oso. La caricia que debían evitar.

De modo que cuando hablaron las urnas y Sanz confirmó sus peores temores, que la derrota de su candidata debía interpretarse como un fracaso propio, aguantó con profesionalidad en el escenario, se desembarazó en cuanto pudo de la acreditación y se alejó escaleras arriba. Dejando a sus leales en plena orfandad política y pensando en el triste destino que la historia reserva a algunos mortales: que sean juzgados en función de su último tropiezo y no por sus viejas hazañas.

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