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Los pequeños masais son alegres y juguetones y disfrutaron con la estancia de Eduardo en su poblado.
Escenas masais de un riojano en Tanzania

Escenas masais de un riojano en Tanzania

Eduardo Sanz de Acedo relata su estancia en un poblado de la montaña tanzana

M. MAYAYO

Domingo, 21 de diciembre 2014, 23:14

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El aeropuerto del Kilimanjaro se autoproclama la «puerta de entrada a la vida salvaje de África». Eso publica la 'wiki'. Y puede que la sensación sea similar, al menos en medios de transporte. El logroñés Eduardo Sanz de Acedo Santamaría (29 años) puede dar fe de ello. Descender de un avión llegado del mundo occidental y ser atrapado, casi sin sentir, por un 'costa' (microbús), un 'dala dala' (furgoneta-taxi) y un 'piki piki' (moto taxi) -no es broma, son voces swahilis para designar vehículos locales- no fue más que el pistoletazo de salida para la aventura de este arquitecto y aparejador en Tanzania.

Había que llegar a Enguiki, un poblado digno del rodaje de un documental televisivo perdido en la montaña a 2.100 metros de altitud pero a no más de un puñado de decenas de kilómetros del aeropuerto que, sin embargo, costó cubrir varias horas. Por caminos polvorientos Eduardo atravesó Arusha y Monduli Chini. Un hombre de color asomaba medio cuerpo por la ventanilla de una furgoneta-taxi vociferando sin parar el siguiente destino: Monduli Juu. Y tomó su penúltimo 'taxi' antes de que Enguiki apareciera a la vista.

Eduardo formó parte de un programa de voluntariado de la mano de la ONG Wosen Yelesh (junto a la ONG Kadogoo). Durante un mes el logroñés cambió las comodidades de su entorno (una ducha y un retrete, por ejemplo) por 70 críos masais de 2 a 8 años, negros como el tizón y con unas sonrisas blancas tan grandes como sus inmensos ojos negros. «Mi papel allí era trabajar en la escuela. Son niños que sólo conocen la lengua tribal -'maa'- y si de mayores salen de su poblado, no podrán comunicarse ni acceder a un trabajo, no tendrán nada, porque no saben hablar la lengua oficial de Tanzania -swahili-. Si no fuera por estos proyectos estos niños serían totalmente analfabetos. Teníamos que estar encima de las familias para que los enviaran al colegio y conseguimos que fueran unos 70 de 400 que habría en el poblado», cuenta Eduardo.

Niños felices

Claro que intentar 'enseñar' swahili se antoja harto difícil. «Asociábamos el 'maa' al swahili. Muchas veces con canciones, cartulinas de colores y juegos. Era bastante problemático porque, por ejemplo, ellos podían decir los números hasta diez pero eran incapaces de reconocerlos uno a uno. También tratamos de introducir algo de inglés», recuerda el logroñés.

La clase era de 8 a 12 de la mañana. Cada niño acudía a la choza-escuela con una taza y un palo. ¿Un palo?. «A las 12 se tomaba el 'porrish' -una pasta de harina, agua y azúcar-; era a esa hora porque para muchos era la única comida del día. Se echaba en la taza y el palo era para hacer el fuego donde se cocinaba el 'porrish'; allí todo es a la vieja usanza», explica Eduardo.

Los críos eran sorprendentemente felices con casi nada; daban envidia: «Jugaban al fútbol con bolsas de basura atadas. Les compré un balón y duró tres horas... hasta que pinchó. Hice pompas de jabón y les volvían locos. Corrían detrás de ellas encantados». Y así aprendió Eduardo lo poco que uno necesita para ser feliz. «¿Ordenador? No había dónde enchufarlo. Para cargar el móvil tenía que andar 5 kilómetros. Para ellos esa distancia es como ir a comprar el pan nosotros».

Eduardo vivía en una 'boma' (construcción típica masai). «Mi 'familia' iba a levantar una 'boma' 'moderna' -como lo entienden ellos- y como soy arquitecto quise echar una mano. Hacen agujeros y clavan palos en vertical, que una vez empotrados, los ligan para conformar la pared con heces de vaca que mezclan con barro y agua», dice.

Por las tardes, Eduardo recorría las 'bomas' en una labor de concienciación: «Repartíamos trozos de jabón. A las familias les explicábamos la conveniencia de lavarse y ducharse para evitar enfermedades. Los masais son ganaderos y conviven con las vacas. Los niños pasan doce horas con los animales y comen sin lavarse ni ducharse en semanas», recuerda.

Un buen día, Eduardo se fue con un sencillo «hasta mañana». Sin despedirse para que los críos no sufrieran. La imagen de Zawati (la niña más pequeña del cole, que apenas comprendía nada) fundida con él en un abrazo infantil queda en su memoria. Eduardo se va con la lección aprendida: «La educación es la mejor arma para cambiar el mundo, el problema es que quien más la necesita no puede acceder a ella».

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