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El bar de Tormantos
Bares, qué lugares

Bares, qué lugares

La vida de los pueblos riojanos late en sus bares

Pío García

Jueves, 20 de noviembre 2014, 12:59

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No hay cosa más triste que un pueblo sin bar. Puede incluso haber gente en la plaza o agricultores labrando las huertas, pero todo se vuelve inhóspito, de una melancolía feroz, cuando llega la hora del vermú o cae la intempestiva noche del invierno y no hay una barra cercana en la que acodarse o una mesa con tapete verde sobre la que jugar una partida. Resulta muy agradable, en cambio, pasear por las calles silenciosas de un villorrio y escuchar a lo lejos el gruñido de la cafetera o el tintineo de las botellas de licor. En un mundo de árboles, riachuelos y pajarillos, estos sonidos tan confortables traen la magia del progreso. Donde hay un bar, hay civilización.

Durante nuestro viaje por La Rioja, el fotógrafo Justo Rodríguez y yo hemos desarrollado un cariño profundo por los bares de los pueblos. Especialmente por aquellos bares que desafían cualquier criterio economicista y que sobreviven con una generosidad de misioneros. Bares como los de Tobía, Foncea, Munilla, Gimileo, Villarta-Quintana, Baños de Rioja, Cordovín, Tormantos, Clavijo, Leiva Bares heroicos, que a veces ocupan salones municipales y que abren (siquiera unas horas) para mantener afanosamente viva una llama que se extingue.

En Diario LA RIOJA

  • Este domingo, 23 de noviembre, en la edición en papel de Diario La Rioja se publica el epílogo de la serie La Rioja de cabo a rabo, con una selección fotográfica de Justo Rodríguez y algunas curiosidades del viaje.

'La Rioja de cabo a rabo' comenzó un 18 de noviembre, a las once de la mañana, en la cafetería La Plaza de Aguilar del Río Alhama y finalizó un año después, a las siete de la tarde, en la Sociedad Recreativa El Trillo de Foncea. Durante este periplo hemos visto bares con decoración sesentera y bares que mantienen celosamente su espíritu de madera y hierro; bares con un surtido selvático de pinchos y bares desnudos, de una austeridad conventual; bares que ponen música rock a todo a trapo y bares que prefieren enchufar la película de indios de la ETB Pero siempre fueron lugares propicios para la conversación. Cuando llegábamos a un pueblo y encontrábamos un bar en funcionamiento, sentíamos como si un camino salvador se nos abriera. ¡No hay mejor vivero de anécdotas, de recuerdos, de historias! Óscar, propietario del bar Maruchi, en Laguna de Cameros, incluso buscó a su sobrina María José para que nos subiera en todoterreno a La Peña, el lugar que ofrece las mejores vistas de aquel municipio hermoso y montaraz. Ricardo Nicolás, pelotari y propietario del bar Nico, no solo nos explicó los pormenores de su pueblo, Ribafrecha, sino que nos dio la idea para elaborar una serie fotográfica sobre frontones que tuvo una notable repercusión. Y aún recordamos el día en que, rotos de cansancio, llegamos a Cordovín, subimos las escaleras que conducían al bar El Sindicato, nos sentamos ante una barra de madera, grande y pulida como las de un saloon del oeste, y nos pedimos un kas de limón. Jack Lemon, vestido de vaquero, hablaba en la televisión mientras que de alguna parte, quizá de un ordenador portátil, salían los primeros acordes de La Internacional. Nos quedamos quince minutos estupefactos, callados, secretamente divertidos, felices de estar allí.

También nos sucedía al contrario: sin un bar, de pronto todo se volvía lánguido, mortecino, agónico, difícil.

Esta galería de fotografías de Justo Rodríguez va dedicada a todos los propietarios y camareros de los bares de los pueblos. Gracias.

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