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Las flores alegran las calles de Manzanares de Rioja.
FLORES  Y PAELLA

FLORES Y PAELLA

TEXTO PIO GARCÍAFOTOS JUSTO RODRÍGUEZ

Viernes, 19 de septiembre 2014, 23:42

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Los fardos forman un castillo vegetal y amarillo, un efímero castillo dorado que se levanta sobre un lecho de paja cortada. Los viajeros han cogido la carretera LR-418 y avanzan sin prisas entre los campos de cereal, que a estas alturas del año parecen peinados a cepillo. A las once de la mañana llegan a Villarejo. Hay gente trabajando en las casas o atareada con el ganado. Los cronistas dejan el coche aparcado junto a la iglesia barroca, cuya pared sirve como frontón. También hay una canasta de baloncesto, unos columpios y hasta una reluciente mesa azul de ping-pong. Enfrente, un hombre entra en el Ayuntamiento:

-¿Les puedo ayudar en algo?

El hombre que entra en el Ayuntamiento resulta ser el alcalde, Ernesto Sierra Palacios. Dice que en invierno, en Villarejo, quedan de continuo ocho o nueve vecinos, aunque en verano la población sube hasta los sesenta. Ernesto recomienda a los viajeros el paseo que discurre junto al arroyo de la Burruncada, en la parte baja del pueblo.

Los cronistas, que en el fondo han venido para eso, obedecen. El riachuelo llega a septiembre casi seco, aunque aún quedan algunas charcas heroicas repartidas por el cauce. A veces ni se ven, ocultas por una maleza alborotada. El camino, señalado por una barandilla de madera, discurre entre castaños y va volviéndose cada vez más sombrío. Hay algo melancólicamente otoñal en esta oscuridad sobrevenida, con las primeras hojas que caen al suelo y el inquietante sonido de animalillos invisibles que culebrean entre el follaje. Al final, varios rosales de intrépidos colores ofrecen al visitante un inesperado regalo. Dan las doce en el reloj del Ayuntamiento. Las campanas suenan a carillón antiguo.

La senda del arroyo concluye en la parte alta del pueblo, entre chalés bien cuidados. Hay incluso unos apartamentos turísticos pintados de amarillo limón. Más arriba, hacia el monte, la carretera LR-418 se convierte en pista forestal y se adentra en los bosques de pinos y de hayas. Los viajeros regresan al pueblo y cogen el coche con buen ánimo: se conoce que el paseo junto al arroyo les ha llenado de paz. Incluso sienten una extraña energía telúrica.

Manzanares de Rioja, a siete kilómetros de Santo Domingo, tiene una ubicación semejante a la de Villarejo, pero ofrece una fisonomía diferente. La iglesia de la Asunción, con su sólida y gruesa torre, ocupa una placita despejada y ancha, sin apreturas, que al cronista le recuerda las de los pueblos manchegos. Varias hileras de banderines con los colores de La Rioja cruzan la plaza y se anudan en la imagen de Jesucristo que corona la fuente. Hay una selva de hortensias en las casas vecinas. Algunas flores están ya agostadas, mustias por el calor, aunque otras estallan como inofensivas bombas de racimo: parecen los pompones blancos o rosas que llevan las animadoras en los partidos de baloncesto.

En Manzanares tienen devoción por las flores. Los cronistas disfrutan dando una vuelta por el pueblo y levantando un fragante censo: claveles, rosales, geranios, amapolas, gladiolos, pensamientos... Una señora sale de casa, con el bolso en la mano. Lleva prisa.

-Vaya flores bonitas tienen ustedes aquí.

-Sí. Y limpio que está. Antes había ganadería y los animales ensuciaban las calles, pero ahora ya no tenemos ese problema.

-Sea como sea, tienen el pueblo bonito.

-Bueno... Las flores no nos dan de comer, pero las personas mayores nos entretenemos.

Los viajeros deciden que les gusta este entretenimiento. Y piensan que muchos pueblos podrían seguir el ejemplo de Manzanares: quizá no haya grandes monumentos ni edificios de postín, pero unas calles limpias y unas flores bien puestas bastan para seducir al visitante. Los franceses, de quienes tanto deberíamos aprender, lo descubrieron hace ya tiempo.

Antes de bajar hacia Cirueña, el último mojón de su etapa, los cronistas toman la carretera hacia Gallinero de Rioja, un núcleo de población que depende del Ayuntamiento de Manzanares. La carretera que va a Gallinero -y que luego sigue hacia Santo Domingo- es una carretera andrajosa: estrecha, sin arcenes y con sucesivos parches de asfalto de diferentes tonos. De lejos parece tatuada, como el brazo de un futbolista.

En Gallinero, la espadaña de la iglesia de Santa Engracia se recorta contra el firmamento. Se respira una paz casi sólida. Un chaval está regando su huerta y habla con los vecinos que están sentados en el porche de una casa contigua. En la plaza, una fuente cerrada por una verja mana continuamente agua. No es un chorro abundante y avasallador, pero sí un hilillo que basta para hacer ruido y refrescar al caminante. Sobre el murete de piedra hay una inscripción que apenas se lee. Quizá pone: «Se hizo en 1891».

De pronto cae un gotón. El cronista alza la vista al cielo y descubre una gran confusión. Le recuerda el mapa de alguna guerra mundial: hay nubes blancas, grises y negras dispuestas como terribles ejércitos sobre un campo todavía azul. Como la borrasca arrecia, los viajeros deciden meterse en el coche y buscar un sitio a cubierto en donde echar un bocado. Acaban a cuatro o cinco kilómetros, entre Cirueña y Ciriñuela, en el campo de golf.

Sentado en una mesa frente al césped recién cortado, con una llovizna mansa cayendo desmayadamente, sin ruido ni furia, sobre un campo ondulado y verde, uno se siente un lord inglés que almuerza alcachofas mientras contempla en silencio la apacible inmensidad de la campiña.

Con el estómago tranquilo, los cronistas entran en Cirueña. Ven algunos peregrinos, ya sin mochilas, que charlan en inglés, en francés y en otros idiomas erizados de consonantes (¿alemán? ¿escandinavo?) frente a la iglesia de San Andrés, una construcción humilde que aprovecha las piedras de alabastro de un templo prerrománico. La plaza del Ayuntamiento está vacía, pero se oye un barullo cercano, un griterío sofocado, como de trinchera. Al meterse por la calle Mayor, encontrarán al pueblo entero (o casi) reunido en el local de la peña Pan y Vino. Comen paella. En un puchero ya están hirviendo el agua para el café. Celebran la Virgen de los Remedios.

Los cirueños reciben a los visitantes con albricias. Les invitan a arroz o a café con pastas y todos posan sonrientes para la fotografía. Elena, aclamada como portavoz, encarece la «voluntad» de la gente por hacer este tipo de cosas. Este año, por ejemplo, en el antiguo ambulatorio, la Asociación de la Tercera Edad ha montado una exposición titulada «La cocina del abuelo», en la que se recrea cómo eran aquellos hogares del principios del siglo XX. Cirueña es, además, una localidad muy antigua: recibió el «fuero vecinal» más antiguo de La Rioja, en el año 972, aquí se refugió el conde Fernan González cuando huía de los reyes de Pamplona y aquí estuvo instalado el monasterio de San Andrés, un venerable cenobio del que salieron brillantes manuscritos.

El cronista piensa, sin embargo, que todos estos hitos históricos palidecen al lado de un pueblo que, un lunes de septiembre, se junta a comer una paella.

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