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Varias mujeres celebran el anuncio de los cargos a cinco policías por la muerte de Gray. :: A. Burton / afp
Ser negro en EE UU

Ser negro en EE UU

La vida y la muerte de Freddie Gray destapan la labor inconclusa de Martin Luther King

MERCEDES GALLEGO

Domingo, 3 de mayo 2015, 00:37

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Horas antes de empezar el funeral, la multitud hacía cola en la puerta de la iglesia baptista de New Shiloh, a pocas manzanas de donde la Policía le echó la zarpa a Freddie Gray dos semanas antes. Mientras todos los políticos de color, incluyendo un representante de Barack Obama, ocupaban los bancos, los predicadores más fieros se apoderaban del púlpito con sermones que, si bien no levantarían al muerto, tampoco dejarían sentados a quienes tienen que vengarle.

Freddie estaba tumbado en el ataúd abierto de par en par, vestido de domingo, con corbata y unas deportivas a estrenar de un blanco inmaculado, que contrastaban con su piel de azabache. Como si nunca se le hubiera roto la columna en esos misteriosos 45 minutos a bordo del furgón policial que se convirtió en su tumba. «No era perfecto», admitiría después el reverendo Jamal Bryant, pero su delito a esas horas tempranas del 12 de abril fue simplemente encontrarse con la Policía y mirarlos a los ojos. En ese cruce de miradas, Freddie, que a los 25 años ya había pasado una docena de veces por la cárcel, entendió que se había condenado, «porque un negro no puede mirar a los ojos a la autoridad, eso es un desafío, se supone que debe bajar la mirada», explicó a gritos el reverendo, con la voz temblando de ira. «Salió corriendo y un minuto después se detuvo», según el informe policial. «Entonces decidió dejar de correr y romper la caja que encajona el futuro de todos los niños negros».

La caja no era el ataúd blanco que sus amigos habían depositado al pie del altar, sino esas limitaciones económicas que condenan sus vidas desde que nacen. El 72% de una madre soltera como la de Freddie, que además era analfabeta y heroinómana. «EE UU es un país extraño», continuó el reverendo Bryant bajando el tono de voz. «Nos gusta mirar el qué, pero no preguntar el por qué. Es fácil para las noticias capturar a los jóvenes saqueando y lanzando piedras, pero no se van a preguntar por qué».

De hacerlo, les hubiera contestado el propio Martin Luther King, defensor de la no violencia, que entendió que «los disturbios son el lenguaje de los que nunca han sido oídos». No es una de las frases más conocidas del hombre que tuvo un sueño inconcluso, por mucho que haya un presidente negro en la Casa Blanca, a sólo 65 kilómetros de donde murió Freddie. Hay también una alcaldesa negra en Baltimore, como un jefe de policía negro y hasta una fiscal general, pero King vaticinó que su sueño no se cumpliría hasta que los blancos aceptasen hacer los cambios sociales necesarios para combatir las injusticias.

Apostaba por las protestas pacíficas como el arma más poderosa, pero entendía que «la inmoralidad» de la violencia era «el grito del 'black power' a la renuencia de los blancos para llevar a cabo los cambios necesarios», dijo en una entrevista con CBS, poco antes de morir asesinado. Y si los disturbios eran la voz de los que nunca han sido oídos, la pregunta que había que hacerse es, «¿qué es lo que EE UU no ha oído?», le dijo entonces a Mike Wallace. «Que la economía de los negros ha empeorado en los últimos años», y que «el humor de los negros no está para esperar más. Es la urgencia de que ya hemos esperado demasiado».

Medio siglo después, en la iglesia baptista donde Freddie se convirtió el lunes en algo mucho más grande que su propia vida, el enorme cartel de 'Black Lives Matter' proyectado en la pared lanzaba un mensaje sobrecogedor para los jóvenes que en breve se enfrentarían a pedradas con la policía e incendiarían la ciudad. «Estos chicos ya lo han entendido: sus vidas no importan», tradujo Van Jones, un activista de color que trabajó para la Casa Blanca de Barack Obama como zar del empleo verde.

Horas después medio mundo aplaudiría a una mujer negra que sacó a guantazos a su hijo de entre los jóvenes que apedreaban a la Policía, como si la presencia de esos chicos en las calles respondiese sólo a malos padres que crían hijos indisciplinados. El público parecía incapaz de entender que la furia que descargaba la mujer sobre el adolescente de 16 años no era más que el miedo pavoroso a perderlo para siempre. Las redes la alababan, como si estuviera bien que una madre tuviera que majar a golpes a su hijo para mantenerlo vivo. «Seamos francos, muchos de los que estamos aquí nunca conocimos a Freddie Gray», confesó el abogado de la familia, Billy Murphy. «Estamos aquí porque conocemos a muchos Freddie Gray. Demasiados». El reverendo que cerró el responso asintió con la cabeza. «Me hago viejo y estoy cansado de venir a funerales como éste», confesó.

15 años menos de vida

La vida de Freddie puede leerse como el estereotipo de un afroamericano nacido en los guetos de una ciudad con un 65% de negros, donde los blancos del acaudalado barrio de Roland Park tienen 15 años más de esperanza de vida. Esa media la bajan especialmente los que caen muertos en las aceras, víctimas de la violencia policial, callejera o de las drogas.

A los 17 años uno de cada cuatro adolescentes de Sandtown-Winchester ya ha pasado por la cárcel y Freddie era uno de ellos. Cuando murió Freddie, a los 25, nadie recordaba haberle conocido ningún empleo, que difícilmente obtendría quien ha sido detenido una docena de veces, aunque la mayoría fuese por venta o posesión de marihuana y heroína, la forma más habitual de ganarse la vida en los guetos.

«No sé cómo se puede ser negro en América y quedarse callado», remató el reverendo Jamal Bryant.

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