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«La violación es un arma de guerra en Congo»

«La violación es un arma de guerra en Congo»

La activista Justine Masika relata el drama de miles de mujeres en el país con mayor número de agresiones sexuales

GERARDO ELORRIAGA

Domingo, 23 de noviembre 2014, 01:36

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En Congo también lo llaman violación, pero se trata de algo radicalmente diferente de lo que sucede en Occidente. Allí, en la región oriental de los Kivus, se trata de un acto atroz cuyas consecuencias exceden el sufrimiento de la víctima para proyectarse sobre su entorno. «No se busca el placer sexual», explica Justine Masika, líder de una organización local que lucha contra este fenómeno. «El objetivo es destruir una comunidad, impedir que se rebele. La mujer es sagrada en nuestra cultura y si la esposa ha sido asaltada, también se humilla al marido y lo despoja de la capacidad de reacción y combate».

Su importancia social y política puede explicar que el sujeto cometa habitualmente todo tipo de sevicias con la agredida o que la dimensión cuantitativa vaya pareja a la intensidad de un conflicto bélico que se ha prolongado a lo largo de los últimos quince años. En el país africano se concentra el mayor número de agresiones de este tipo que se producen en el mundo. Pero las estadísticas difieren. El Gobierno asegura que son 40 diarias, mientras que el diario médico American Journal of Public Health habla de un número similar, 48, pero en el breve plazo de una hora.

El activismo de Masika se nutre de su trabajo con la población rural, pero alcanzó notoriedad tras participar en la elaboración y publicación de una encuesta en el 2002 que revela las dimensiones de esta lacra. A raíz de la difusión de este documento, creó 'Synergies de Femmes pour les victimes de violence sexuelle', una entidad que proporciona cobertura psicológica, médica y legal a las afectadas, además de colaborar con organizaciones como Amnistía Internacional o Human Rights Watch.

Mentalidad patriarcal

La búsqueda de alianzas para asumir un esfuerzo múltiple también la ha conducido hasta la ONG vasca Alboan, que apoya este trabajo desde hace cinco años dentro de su amplia labor solidaria en la región de Grandes Lagos. Ahora, en Bilbao, quiere difundir un trabajo lastrado por la guerra que sigue afectando a la zona, aunque ya no consiga atrapar la atención de los medios. «La comunidad internacional está fatigada y han llegado otros problemas, Siria, Irak, el ébola. Además, siguen produciéndose matanzas y desplazamientos, y no se ve una solución».

La irrupción de los refugiados ruandeses a Congo a finales de los noventa desembocó en un caos propiciado por las diferentes milicias que se disputaban la explotación de sus ingentes recursos mineros. «La violación se convirtió en un arma de guerra», indica y, según sus argumentos, las niñas y mujeres se volvieron la presa más fácil para provocar el sojuzgamiento o la movilización forzosa. Los actores armados protagonizan el 80% de los actos conocidos. Los guerrilleros, la soldadesca e, incluso, los cascos azules enviados con una misión de paz, recurren al mismo tipo de violencia y gozan de similar impunidad.

La mentalidad de una sociedad patriarcal fomenta su expansión. «Se las ve como cosas y, así, se dice que un hombre tiene una casa, dos camiones y dos mujeres, por ejemplo», lamenta. La tolerancia hacia la agresión sexual también se favorece de la creencia de que ellas pueden disfrutar de la experiencia o de que si no se resisten a ser tomadas, no se trata, en sentido estricto de una violación. Pero esa transigencia se reviste de misoginia cuando se estima que la mitad de los hombres cree que los maridos deben abandonar a sus cónyuges si han padecido esta experiencia.

La ignorancia impide que las víctimas conozcan las leyes y se conviertan en sujetos de derecho. Pero saber, a menudo, constituye sólo el primer paso dentro de un recorrido lleno de obstáculos. «Numerosos casos no son geográficamente accesibles y otros permanecen ocultos porque los responsables pertenecen a las bandas que controlan el lugar», advierte. Las más arrojadas, las que reclaman justicia, han de viajar hasta la capital Goma y asumir los gastos de comida y alojamiento, algo extremadamente difícil en una sociedad paupérrima. «Pero el sistema judicial es el mayor desafío», advierte. «¿Corrupción? ¡No hay nada parecido en el mundo!». La justicia es ciega y también puede resultar manifiestamente absurda. Las denunciantes han de abonar las costas del proceso antes de ser resarcidas por el sujeto cuando resulta condenado, lo que suma otro inconveniente difícil de superar.

Posiblemente, el drama congoleño satisface todas las hipótesis de brutalidad contempladas en los escenarios supuestos por el Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer, que se celebrará dentro de un par de días. «Existe un doble castigo, la violación, primero, y el rechazo social, después», apunta Masika. La organización que dirige cuenta con casas de acogida que realizan una labor de intermediación entre la mujer y el colectivo al que pertenece, reticente a su regreso. «Es mucho más difícil cuando hay niños fruto del ataque porque no son aceptados por nadie, ni siquiera por su madre».

Constantes amenazas

Trabajar por las más débiles resulta arriesgado. Justine Masika ha debido enfrentarse a allanamientos de morada, amenazas de magistrados por su constante denuncia de la conculcación de derechos humanos y la presión de constantes llamadas telefónicas que pretenden intimidarla. «Algo así se hace por vocación», alega y lamenta que su acción ponga en riesgo a su familia. «Creo que Dios me ha confiado una misión sobre la tierra», arguye.

En cualquier caso, la trascendencia de los cometidos divinos varía extraordinariamente en función de su ubicación. Goma, la ciudad donde reside y lleva a cabo su trabajo, se encuentra en un entorno físico privilegiado y socialmente degradado. La ONG sudafricana Sonke Gender Justice, implicada en la batalla por la igualdad de género, asegura que es uno de los peores lugares del mundo para nacer. Un informe, publicado el pasado mes de junio, aseguraba, entre otras devastadoras conclusiones, que el 75% de las esposas consideraba aceptable que sus maridos las golpearan y que el 40% de las mujeres y el 24% de los hombres que habitan las riberas del lago Kivu habían sufrido episodios de violencia sexual en algún momento de su existencia.

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