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Teruel, pasión templaria

Teruel, pasión templaria

La ciudad del amor nos da alas para sobrevolar el Maestrazgo, tierra indómita de hombres de piedra, nobles y monjes de acero

ICÍAR OCHOA DE OLANO FOTOS: CORINA ARRANZ

Sábado, 20 de agosto 2016, 23:57

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En poder musulmán en los siglos XII y XIII y a continuación de los monjes soldado, que la convirtieron en cabeza de la Encomienda de la Orden del Temple, Cantavieja, la fabulosa capital del Maestrazgo, fue también un importante bastión carlista. El militar y político Manuel Cabrera consolidó allí su puesto de mando, levantó una fortificación, tejió una red de aprovisionamiento y abrió una fábrica de armas, pólvora y cañones.

EL CAMINO DEL CID

  • Los carlistas de Cantavieja

El cereal crece alto y robusto a ambos lados de la N-234 y las colas de los aviones estacionados en el Teruel-Plata se visibilizan como aletas de tiburón sobre un océano amarillo. La concentración es enorme. Cuento unos cincuenta escualos de aluminio desdentados y me froto los ojos. Me pregunto cómo ha sido el tránsito entre el agónico 'Teruel también existe' y el 'Teruel que estás en los cielos'. En el aeropuerto instalado en medio del granero no despegan pasajeros. Aterrizan aeronaves vacías procedentes de Taipei o Kuala Lumpur para ser recicladas, desguazadas o sometidas a un repaso técnico minucioso. La 'aéreo Buchinguer' va como un tiro. En breve, su munición podría incluso atravesar la estratosfera. La Escuela Nacional de Aeronáutica Francesa la ha señalado como la más idónea de Europa para desarrollar vuelos suborbitales. En el Bajo Aragón han aprendido la lección: del amor no se vive. Ni aún cuando viene con un jamón bajo el brazo.

En la plaza del Torito, donde Teruel alardea de locura vaquillera con un ejemplar de bolsillo, Maximiliano, Marcos, Marcial y Nicasio, todos hijos de la guerra, ven pasar la mañana desde el burladero de un banco, delante del kiosco de Ángel. Sus ahorros no andan lejos. Cinco sucursales bancarias, Deutsche Bank incluida, les sitian. Pese a ser la capital más pequeña de España, con apenas 36.000 habitantes, su estatus le provee de todo y en abundancia. Por ejemplo, una agencia tributaria y once medios de comunicación.

Es sábado y todo quisque está en la calle. A excepción de David Civera y unos cuantos miles, el tercio restante es funcionario del Estado. Nos acomodamos en Muñoz, confitería y escaparate por el mismo precio. Buscamos una trenza mudéjar recién sacada del horno. Manolo Blasco, dejarse ver con sonrisa zen. Es la víspera de las segundas elecciones generales en seis meses. Alcalde de la ciudad por el PP durante dos legislaturas y apenas siete meses de la última, dimitió el pasado 1 de febrero para hacer carrera en Madrid como diputado en el Congreso. Me cuenta que el 'Teruel también existe' es el reproche con el que una conspiración de izquierdas recibió al presidente Aznar, en visita preelectoral a la localidad; que se montó tal tiberio que tuvo que llamar a los antidisturbios; que entonces, «es verdad», era la única capital del país sin un triste kilómetro de autovía; y que acabó «usando la presión social» para sacarle cuartos al Gobierno de Madrid y, entre otras actuaciones, peatonalizar la dehesa urbana del Torito.

Nos marchamos de la ciudad admiradas con el esplendor de su patrimonio mudéjar, de categoría universal según la Unesco, y acongojadas por el reposo doliente de Isabel de Segura y Juan Martínez de Marcilla, congelados en alabastro sobre sus propias momias y con sus manos amagando el roce sin lograrlo. Así 799 años después; así hasta la eternidad y más allá.

Dejamos atrás a los Amantes de Teruel y, en el piedemonte meridional de la serranía de Gúdar, nos encontramos con otros; estos de Valencia; estos con todo a su favor para consumar su historia de amor. De hecho, se casan. En plena recta de la A-232, a un tris de nuestra siguiente escala, decenas de señoritas en pamela y 'stilettos', y decenas de señoritos en chaqué o pajarita enfilan como pueden el secarral en dirección a la Ermita de los Mártires. Allí, Miguel, un ingeniero, espera a Celia, su arquitecta. Llega veinticinco minutos tarde con una corona de flores en la cabeza, a bordo de un Land Rover descapotable. Todo muy boho-chic.

En Rubielos de Mora, el socialista Ángel Gracia, regidor ininterrumpido desde 1987 «y lo que me queda», está al cabo del bodorrio y también del XIX «acto cydiano» de la Orden de los Caballeros de los Caminos del Cid, que celebra su comida de hermandad en el claustro del antiguo convento de Carmelitos Descalzos. Le interceptamos a punto de compartir cubierto con seis «novicios» recién investidos con la capa blanca y la cruz negra, la Benemérita y el presidente de la hermandad, Rafael Fortanet. Hombre adusto y de pocas palabras, dice ser topógrafo, periodista y crítico gastronómico, representar a 84 cofrades y haber cubierto la ruta proscrita del Campeador vestido de época y a caballo. «Veintiún días al raso», recalca la machada con el dedo índice encañonando al techo.

Entre trufas negras, el Brexit

Declinamos la invitación a comer entre tanta testosterona campeadora para callejear y, de paso, comprobar si hay algún noble en casa. Hasta veintidós palacetes conserva, en perfecto estado de revista, Rubielos de Mora -residencia de apenas setecientos vecinos, todos con vocación restauradora- gracias a los privilegios que en su día le concedió Pedro IV de Aragón y que ejercieron de gancho para la aristocracia de la sierra. Siete siglos después, la Marquesa de Toso o los Condes de Samitier continúan pasando temporadas allí.

Los cascos de Babieca nos hunden en el Maestrazgo. Delante de nuestros ojos desfilan sierras, barrancos, vegas, páramos, acacias en flor y bosques frondosos de pinos y encinas. La orografía es indómita y su belleza, turbadora. No se dejan ver, pero también abundan allí la trufa negra y los curanderos. Contemplamos Linares de Mora a vista de pájaro desde el puerto del mismo nombre, en la A-1701. La visión resulta más sobrecogedora untada en historia. Durante décadas, los templarios fueron los amos y señores de su castillo. Mitad monjes, mitad soldados, los caballeros cristianos de la Orden del Temple se desplegaron por toda la comarca a mediados del siglo XII. Llegaron acompañando a las tropas reales en la conquista de esas tierras, entonces en manos musulmanas.

En La Iglesuela del Cid, un hermosísimo pueblo en el que están a punto de soltar la vaquilla para festejar a San Juan, la leyenda del guerrero castellano se abre camino entre el acero de los frailes acólitos del gran maestre San Juan y Montesa. Su nombre inunda los registros toponímicos. Se pone a llover. «¡Albricias!», que diría el juglar. Las gotas avivan el ocre de la piedra autóctona, empleada durante centurias en seco, sin ningún tipo de argamasa ni más mortero que el de una hábil superposición. Pasado por agua, el Barranco de la Fuente de los Sabares, con sus pequeñas terrazas de cultivo construidas mediante esa técnica, parece un tesoro de oro líquido.

El entusiasmo con el que Mirella Ojeda desnuda la villa redobla su encanto. La peruana, que cambió Lima y sus ocho millones de habitantes por los 433 del pueblo de su marido, médico rural, es ceramista y guía turística «con licencia del Gobierno de Aragón». Paseamos con ella y su amiga Hanane, marroquí. Un hombre en chilaba se asoma a los huertos desde el balcón de su desvencijada casa. «Es pakistaní. Anda preocupado. Sus hijas, que viven en Londres, se encontraban aquí, pero ayer por la noche se apresuraron a regresar, temerosas de lo que les pueda pasar ahora», me susurra la mujer del galeno. Por ayer se refiere al 25 de junio, día en que el Reino Unido votó de forma mayoritaria abandonar la Unión Europea. Hasta a La Iglesuela del Cid llegan los temblores del 'terremoto Brexit'.

Kilómetros de muretes de mampostería de color ámbar surcan el Maestrazgo en equilibrio inquebrantable. Impresiona saber que millares de esas piedras proceden del desbroce de las tierras que los autóctonos tuvieron que acometer con sus manos para poder cultivarlas y alimentarse.

La A-226 nos premia con un espectacular contrapicado del barranco de Cantavieja. En la cresta brumosa, la capital de la comarca se erige recia y misteriosa, como una imagen onírica. Sin salir del sueño, perdemos de vista Aragón para saludar a Valencia. Aún queda lejos, pero me parece oler a mar. Olocau del Rey es nuestra fonda. Se diría que orbita en otra constelación. Le llaman el nido del águila. Cuentan que en su fortaleza se guareció El Cid durante el invierno de 1083. Si no llega a salir de allí, presiento que jamás lo hubieran encontrado.

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