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Pertini y el Rey Juan Carlos bromean en el palco durante la final del Mundial 82.
Quisimos tanto a Pertini
españa es mundial

Quisimos tanto a Pertini

Entre el Naranjito y las patadas a Maradona, nos quedamos con el simpático presidente italiano haciéndose el amo del palco del Bernabéu

Jorge Alacid

Viernes, 20 de junio 2014, 17:16

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El Mundial del 74 nos dejó el maravilloso fracaso de Holanda, el Mundial del 78 el espléndido fracaso de Cardeñosa y el Mundial del 82 una inolvidable colección de fracasos: para empezar, que se organizara en España, cuya selección amenazó pronto con cumplir un papel tan mediocre como el luego ejecutado. Otro fracaso que aún nos zahiere adoptó la forma del monigote llamado Naranjito, sobre el que ahorraré más comentarios: no se me ocurre nada original, nada que no se haya escrito o dicho antes para desacreditar a semejante bodrio. Otro fracaso mayúsculo tuvo menos recorrido, peor fama: el fiasco de Brasil, selección que enamoró a los hinchas españoles. La vulgaridad del grupo que dirigía Santamaría alcanzó tal calibre que desde el primer partido buscamos otro equipo donde depositar nuestras complacencias.

Y Brasil lo tenía todo. Tenía incluso dos figuras que resultarían decisivas con el discurrir de los partidos: un desastre de portero y una nulidad de ariete. Con dos jugadores aseaditos en ambas demarcaciones, ni siquiera se habría jugado el Mundial. Los rivales hubieran preferido acudir a la grada para observar con mejor panorámica aquella sinfonía, aquel fútbol ejecutado como quien baila, aquel juego elevado a la categoría de las bellas artes por una alineación que ningún buen aficionado debería olvidar. Sobre todo, porque como cayó en cuartos ante la Italia de Gentile, Scirea y demás picapedreros, las nuevas generaciones se arriesgan a no saber nunca que una vez Brasil conquistó España con un fútbol, en efecto, mundial. Se citará aquí a Waldir Peres, que custodiaba la portería con la misma maña y parecidos resultados con que yo me muevo por Ikea, y a Serginho, astracanada de delantero que deshonraba la elástica amarillo canario, pero es sólo por obligación: lo bueno viene ahora. Lo bueno fue ver con nuestros asombrados ojos al resto de la formación, con aquel centro del campo estelar: Tonhino Cerezo, todocampista con bigote en todos los sentidos, el sutil Sócrates, el elegante Falcao, el mago Zico y el alquimista Elder, maestro de la folha seca. Añada usted una defensa formada por un cuarteto de jugadores con alma de atacantes (sobre todo los laterales Leandro y Junior) y entenderá que no dejemos de recordar a aquel magnífico grupo que nunca atrapó el lugar de la historia que le correspondía.

Su puesto lo usurpó, ya se ha dicho, Italia. La vieja Italia, patada va y patada viene, encomendada al talento del bambino Rossi y al oficio de mediocampistas como Tardelli. La vieja Italia, tan vieja como su presidente, el miembro más celebrado de la delegación que visitó España. Ver a Sandro Pertini con su elegante terno disfrutando como un crío con cada gol de su selección en el palco del Bernabéu nos puso en la final del lado italiano; también influyó bastante que los chicos de Bearzot, una especie de Clemente con trajes más caros, impusieron su rodillo sobre la antipática Alemania, que llegaba a la final luego de patear (y no en sentido figurado) a la hermosa Francia de Platini, Giresse y Tigana. El golpe de karateca de Schumacher al galo Batistton todavía causa algún escalofrío.

Al contrario, el triste devenir de la selección española nunca llegó a provocarnos ni frío ni calor. Casi estábamos deseando que se marchara a casa para evitarnos esperpentos como su empate ante ¡¡¡Honduras!!!, su derrota ante ¡¡¡Irlanda del Norte!!! y su agónico éxito sobre Yugoslavia (sí, de nuevo Yugoslavia) que nos envió a la siguiente fase tan sólo para morir en la orilla: caímos ante Alemania y arrancamos un empate ante Inglaterra. Por entonces, ni siquiera nos sentíamos atribulados por la famosa maldición de cuartos de final: superar la primera ronda parecía castigo suficiente para un equipo exento de estilo, cuya clase periodística se pasó el Mundial discutiendo si Arconada llevaba medias blancas con algún mensaje subliminal que el hincha no pillaba. Un equipo entregado a los pulmones de Perico Alonso En fin. Un equipo muy poquita cosa. Ni siquiera sabíamos que al menos aquel centrocampista de la Real llevaba en sus genes el germen de una nueva esperanza, la exitosa quinta de su hijo Xabi que tantas glorias nos acabaría deparando, aunque hoy haya quien lo ponga en entredicho.

Pero esa es otra historia.

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