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balonmano

Mariposas

El autor recuerda las cosquillas en el estómago que sentía cómo jugador y descubre quién se las despierta muchos años después

Eloy Madorrán

Lunes, 10 de octubre 2016, 20:48

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Lo que más añoro de mi época de jugador son las horas previas a los partidos. El ritual de meter la camiseta amarilla en la bolsa, la pantaloneta azul, las zapatillas La cita en el Polideportivo de Escolapios. El entrar al vestuario del gimnasio para cambiarte. El saludo con cada uno de tus compañeros. Los había visto el día anterior en el entrenamiento, pero igual que saludas a tus familiares con cariño cuando te lo encuentras por la calle, saludas a tus compañeros. Porque también son mi familia, la familia del balonmano, son la familia del Calasancio. Y entre anécdotas chistes y confesiones, sin darme cuenta, estaba trotando en el gimnacio comenzado el ritual del calentamiento.

Era especial salir al polideportivo y escuchar los aplausos de los tuyos. Nunca mejor dicho, "los tuyos": tu padre, tu madre, tus hermanas y unos pocos más. Pero daba igual. A nosotros nos parecía que jugábamos ante 50.000 personas.

Añoro los calentamientos, los ejercicios de pases mientras mirabas de reojo al rival para intentar descubrir quién era el que mejor pasaba, el que lanzaba más fuerte, cómo fintaba el central

Añoro el ritual del sorteo de campos junto al capitán del otro equipo y regresar al banquillo con la mirada atenta del entrenador y los compañeros. "He ganado. ¿lo dudabais?", decía con ironía después de cuatro semanas consecutivas perdiendo el sorteo.

Añoro ver jugar a mis compañeros desde el banquillo. "Si no metemos gol en este ataque, seguro que salgo", pensaba. Y si no anotábamos gol me ponía de pie para quitarme el chándal antes de que Toño se girase para decir: "Eloy, calienta". Y añoro ese momento de complicidad.

Añoro esa sensación de felicidad plena que me invadía cuando asistía a algún compañero para que marcase gol. Siempre preferí dar un buen pase de gol que marcar yo. ¿Quizá porque conocía mis limitaciones?

Pero por encima de todas las cosas añoro las cosquillas, las mariposas que revoloteaban por mi estómago durante el partido. Esa sensación de disfrute total, de pieza que encaja en el puzle. Durante años creí que esas mariposas murieron el día que colgué las botas, que se quedaron olvidadas en aquella bolsa de deporte que nunca volví a sacar del armario. Pero no es así. Han vuelto. Me las provoca mi hijo Martín (7 años) cuando se pelea con un balón que bota más alto que él. Contemplar los entrenamientos del equipo benjamín me ha devuelto el pellizo, las cosquillas, me vuelve a erizar la piel. Si tú sientes lo mismo puedo confesarte el secreto: esas mariposas se llaman balonmano y nunca te abandonarán.

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