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Viernes, 18 de mayo 2018, 00:46
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Los actores pueden ser herramientas de precisión, trozos de barro o bloques de mármol a partir de los cuales moldear una escultura, egos que se superponen a sus personajes hasta eclipsarlos, incluso marionetas... Algunos de sus vicios son los que apuntaba Robert Bresson en un diálogo con Jean-Luc Godard años antes de la publicación de la guía esencial para comprender e interpretar su filmografía ('Notas sobre el cinematógrafo', 1975). En opinión de Bresson «cuando el actor se simplifica es todavía más falso que cuando hace de actor, cuando interpreta. Porque somos extremadamente complejos. Y esta complejidad la encontramos en el personaje no actor. Somos complejos, y lo que proyecta el actor no es complejo». Sirvan sus palabras a modo de precrítica del segundo largometraje de Andrea Pallaoro, un drama en el que la práctica totalidad de los encuadres se cierran sobre el rostro de Charlotte Rampling.
Indescifrable y esquiva, la 'Hannah' de Pallaoro nos sumerge en una rutina lenta y cadenciosa, fascinante para unos pocos e irritante para otros muchos, que progresivamente va resquebrajándose para mostrarnos el secreto que se esconde tras esos diálogos mudos que intercambia con su marido, al que visita en la cárcel casi a diario. El interés por esta vida en bucle, asomada al abismo, se sostiene en la entrega de una actriz que con la insistente simplificación de sus gestos enfatiza los subrayados dramáticos de la película. Su cuerpo desnudo y la sobreexposición de los surcos de una piel avejentada que parece dispuesta para producir un shock hanekiano análogo al de 'Amour' no bastan para magnetizar la pantalla y despertarla de una dinámica monótona y previsible. Pallaoro no esconde su intenciones de reivindicarse como autor pero en su defensa solo cuenta con una mujer a la que utiliza como escudo frente a las dudas que plantea una planificación, cuasi azarosa que, como era de esperar, se cierra con puntos supensivos.
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