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LA PAZ

LA PAZ

«Hay que volver a la raíz del corazón humano, a la unidad fraterna, a valorar la dignidad de la persona, a favorecer su educación integral en el seno de la familia»

IGLESIA

Sábado, 6 de enero 2018, 23:44

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Quién no ama la paz? Decía san Agustín que «así como no hay nadie que no quiera gozar, así no hay nadie que no quiera tener paz».

Y, sin embargo, ¡qué difícil se nos hace a los humanos conseguirla! Basta con recordar la tiranía y el despotismo de los sucesivos imperios, las guerras mundiales que han asolado el siglo XX o las que ahora mismo están desangrando el mundo, para darse cuenta de la tozudez del corazón humano, que se obstina en reeditar la violencia y la barbarie, como si fueran la solución a los problemas de la convivencia, el camino de la paz y la salvación.

No aprendemos. La historia, sí, es maestra de la vida, pero no nos dejamos enseñar. Cada día, los medios de comunicación nos dan cuenta de la capacidad de destrucción a gran escala que el ser humano sigue poniendo en práctica, así como del abuso y el maltrato que en la interioridad de los hogares causa tanto dolor.

No se trata de discernir si la crueldad pasada era mayor o menor que la actual. El corazón humano, para el bien o para el mal, sigue siendo el mismo. Ocurre que la tecnología, capaz de humanizar y mejorar las condiciones de vida, puede multiplicar también el poder de destrucción. Y, por desgracia, una gran parte de las energías y de los presupuestos mundiales se invierten en la creación de armas cada vez más mortíferas, en vez de aplicarse a acabar con el hambre, la pobreza, la falta de agua, el paro, las enfermedades, la emigración obligada, el dolor provocado por la injusticia y la desigualdad.

Cuando la ciencia y la economía se separan de la ética, los resultados son catastróficos: genocidios, epidemias, terrorismo, devastación de la madre tierra, hogares y países deshechos, abusos, desplazamientos inhumanos, venganzas, desolación.

No faltan intentos de arreglar las cosas, mecanismos internacionales que buscan cordura en las relaciones ante la amenaza de un nuevo conflicto mundial. Pero los resultados son muy insatisfactorios. Entre otras razones, porque basar la convivencia en el miedo, en la fuerza, en la imposición, en el interés particular es construir sobre arena.

Es necesario un desarme global y personal de todos los egoísmos, intolerancias, fanatismos, obcecaciones, fatuidades, en aras de lo cordial humano y lo sencillo. Es preciso un rearme moral: entender que el ser humano es relación de amor abierta a todos y que solo en el servicio generoso, en la gratuidad de la entrega solidaria, comunitaria, universal se alcanza la plenitud.

Lo dejó escrito Brecht: «O todos o ninguno. O todo o nada. Uno solo no puede salvarse». Y mucho antes: «Que todos sean uno» (Jn 17, 21), se lo pedía al Padre, en su agonía, Jesús de Nazaret.

Hay que volver a la raíz del corazón humano, a la unidad fraterna, a valorar la dignidad de la persona, a favorecer su educación integral en el seno de la familia. En ella se aprende de manera natural y espontánea a quererse, a respetarse, a convivir, a concordar las diferencias, a dialogar abiertamente, a perdonarse, a cuidar unos de otros, a apoyar al más débil, a celebrar juntos la fiesta, a confortarse en el duelo, a sobrellevar la enfermedad.

Solo el amor aborda con acierto las situaciones inéditas y aplica con paciencia el bálsamo adecuado a cada caso, respetando el valor de la persona, la circunstancia propia en la que vive, sin dejar a su suerte nunca a nadie. Solo el amor sabe salir, dejando lo seguro de su estancia, para buscar al que está lejos y, adecuando su paso, acompañarlo a casa.

Qué bien lo comprendía y lo vivía Teresa de Calcuta: «En nuestras familias no tenemos necesidad de bombas y armas, de destruir para traer la paz, sino de vivir unidos, amándonos unos a otros». Que no se conformaba con decirlo de palabra. Que lo decía de obra, buscando al marginado, al moribundo, curándolo, cargándolo en sus hombros, integrándolo familiar y cariñosamente a su comunidad.

Debemos ser capaces de guardar el fuego originario, ese que se cultiva con naturalidad en la familia. Ella es el semillero del amor y del respeto más sagrado, más armonizador. En ella cada miembro es único, aceptado, querido, porque es, sin condiciones. Y así educado en ella, es una onda expansiva de la auténtica paz.

«Pido la paz y la palabra», decía Blas de Otero. La paz y la palabra, siempre juntas. La paz, que abre el espacio propicio a la palabra; la palabra, que escucha y dialogando edifica la paz. La paz y la palabra, patrimonio de todos, que debemos pedir como un derecho. Y que, deber de todos, debemos proteger y respetar.

Pidamos todos, juntos, la paz y la palabra, Pero sepamos darlas cuando alguien nos las pida, sepamos construirlas cuando se resquebraje el edificio de la fraternidad universal.

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