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LA FUENTE

LA FUENTE

«El pretil, impertérrito, solemne, mantiene firmemente la certeza de que el agua del cielo de la fuente no dejará nunca de manar»

IGLESIA

Domingo, 15 de abril 2018, 00:48

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No hay pueblo sin su fuente. Es el alma visible de los pueblos. Es su conciencia clara, la que mantiene viva la esperanza con su fecundidad sin dilaciones, su ofrecerse perenne y cotidiano.

La fuente es la princesa de la plaza. A cuyo alrededor juegan los niños e inician los muchachos el cortejo. A su murmullo acuden las mujeres a contrastar la novedad del día; los hombres, acabada la faena, comentan los pronósticos del tiempo; los mayores, a vista de sus aguas, refrescan la memoria perezosa, repasan lentamente sus historias, lo rápido del paso de los años.

La fuente escucha bien, atentamente. Y no interrumpe nunca. Entiende y acompaña los sentires de cuantos se le acercan, como si fueran hijos. Ella ha atendido dramas familiares, personales angustias; ha sabido enjugar lágrimas tristes, ser bálsamo en los duelos. A todos da su luz alentadora, su sorbo de amorosa transparencia, su meditar sereno.

Y ha reído con todos. Cómplice de travesuras infantiles, ha hecho corro en la danza, bailado el pasodoble, las rancheras, el rock y las canciones del verano. Y ha cantado la jota, ha temblado al disparo del cohete, ha coreado vivas en las fiestas, brindado en las cuadrillas de los mozos.

La fuente habla también, dice sus cosas, comparte sus pensares y latires, que supo recoger de la alta nube, del monte y sus adentros. Tiene derecho a hablar, ha oído mucho y quiere darlo a conocer a todos. La fuente, íntegra y pura, se purifica aún más para mostrarnos su semblante mejor y devolvernos la imagen olvidada de nuestro ser más íntimo.

Allí, junto a la iglesia, ha sido fiel testigo de bautismos, primeras comuniones, ilusionadas bodas, desolados entierros de los suyos. Y siempre está a la espera de un acontecimiento, que la compensa de las horas tristes y la llena de júbilo: la visión de la Virgen, su patrona, que, en la fiesta y a hombros de sus hijos, pasa a su lado derramando en ella su acendrada ternura, el cálido mirar de su cariño.

Como la Virgen, ella, la fuente -todo amor- no pierde nada, guarda en su corazón de madre buena todo lo que acontece allí, en su pueblo.

A la noche, susurra en el silencio rumores de canción nunca acabada y arrulla a los vecinos, que duermen confiados, ciertos de que la fuente, protectora, va disponiendo el alba, al par que vela dulcemente sus sueños.

Con el agua corriente ya en las casas, la fuente ha ido cediendo privilegios. Pero mantiene fresca su seducción antigua, su magia redentora. Los gorriones -coquetos- aletean, se remojan, se lucen, hacen gala de sus gracias ante ella. Las abejas se asoman, posan, beben; siguen necesitándola. El arbusto se mira complacido, dudando si sus hojas son del aire o del agua. El fondo del pilón conserva el resto de un antiguo tesoro: el asa augusta de un cántaro de barro, que atrajo las miradas hacia el talle que, airoso, lo meciera en otro tiempo.

¡La fuente todavía! San Juan de la Cruz supo de su verdad más honda, de su correspondencia como símbolo del amor infinito, que nos crea y recrea y nos transforma en la faz del Amado: «Oh, cristalina fuente, / si en esos tus semblantes plateados/ formases de repente/ los ojos deseados/ que tengo en mis entrañas dibujados!».

¡Cuánto amor, cuánta vida nos regala la fuente a cada instante, cuánta paz en su huida!

El pretil, impertérrito, solemne, mantiene firmemente la certeza de que el agua del cielo de la fuente no dejará nunca de manar.

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