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Un hombre, pidiendo en la calle. :: j.s. / efe
EL CORAZÓN  DEL POBRE

EL CORAZÓN DEL POBRE

«Jesús hoy, como entonces, está pidiendo pan con el hambriento, agua con el sediento, prenda de vestir con el desnudo, asilo con el inmigrante y refugiado, cuidado y atención con el postrado»

IGLESIA

Domingo, 26 de noviembre 2017, 00:21

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La casa del pobre es como un sagrario» escribió Rilke. Y no se equivocaba. La casa del pobre, sí, es como un sagrario. Y no solo porque está limpia y aseada, llena de lo esencial y vacía de lo accesorio; no solo porque en ella lo más sagrado es la persona y se cuida de ella más que de los enseres; no solo porque en ella, por pequeña que sea, caben todos, y la vida que late en ella se comparte; no solo porque el más leve bocado sabe a gloria y la frase más breve es un compendio de saberes felices. Es que en ella es Dios mismo quien habita; es que en el corazón del pobre Él se complace.

La casa del pobre, el corazón del pobre que ni siquiera tiene casa es un sagrario, porque Dios es su huésped. Que a Dios nuestras carencias no le asustan, sino que nos lo adentran más, si cabe. Viene para aliviarlas y cubrirlas. Que se hace techo nuestro, hogar caliente, horno de pan, aliento, ánimo, abrazo, sorbo de amor que sacia y que reúne.

El pobre está habitado. El Espíritu Santo en él reside.

Como hace dos mil años, Jesús sigue hoy viniendo, saliendo a nuestro encuentro, estando al lado del que no tiene dónde reclinar la cabeza, qué llevarse a la boca o dónde aposentarse.

Como hace dos mil años, Jesús no quiere rangos o etiquetas. La intemperie del pobre es su intemperie, el pie del exiliado es su camino y su pequeño hatillo es su equipaje. Y sufre con aquellos que confían sus vidas al desierto o son zarandeados por las olas hacia un destino oscuro, marcado, amenazado por la muerte. Jesús hoy, como entonces, está pidiendo pan con el hambriento, agua con el sediento, prenda de vestir con el desnudo, asilo con el inmigrante y refugiado, cuidado y atención con el postrado o enfermo o en la cárcel (Mt 25, 35-41).

Pero también está -no lo olvidemos- con el que hora tras hora y día a día defiende, reivindica, reconstruye un mundo más fraterno. Que Él viene a involucrarnos, darnos fuerza para cambiar las cosas; a suscitar sentires solidarios, que ofrezcan nuevas vías ciudadanas de paz y de justicia; viene a solicitarnos, a apremiarnos a dar con el secreto de una vida sin discriminaciones, que respete y valore la dignidad de todos; vida que garantice pan, salud, escuela, trabajo digno, hogar; que haga efectivos, reales los derechos y motive a cumplir con los deberes: la vida en la que todos puedan crecer humana, integralmente.

Porque hay una pobreza ignominiosa, que, en palabras del Papa «nos desafía cada día con sus muchas caras marcadas por el dolor, la marginación, la opresión, la violencia, la tortura y el encarcelamiento, la guerra, la privación de libertad y de la dignidad, por la ignorancia y el analfabetismo, por la emergencia sanitaria y la falta de trabajo, el tráfico de personas y la esclavitud, el exilio y la miseria, y por la migración forzada». Pobreza que «tiene el rostro de mujeres, hombres y niños explotados por viles intereses, pisoteados por la lógica perversa del poder y del dinero (...), fruto de la injusticia social, la miseria moral, la codicia de unos pocos y la indiferencia generalizada».

Que ocho mil quinientos niños mueran de hambre cada día no es un dato, es un crimen. Que ochocientos millones de personas la padezcan es tragedia que a todos nos afecta, injusticia que a todos nos oprime.

Que si hermosa es la pobreza voluntaria, la impuesta es execrable. La primera libera y abre espacios a la bondad, la ayuda solidaria; la segunda esclaviza al ser humano, lo arroja a una miseria lacerante; aquella se merece ser amada, esta ha de combatirse denodadamente.

Sí, el corazón del pobre es un sagrario ante el que arrodillarse.

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