Borrar

Reniego de mi sangre

MARCELA VALENTE

Martes, 13 de junio 2017, 23:33

Necesitas ser suscriptor para acceder a esta funcionalidad.

Compartir

Cuando ya la sociedad argentina creía que había puesto al descubierto todo el horror de la dictadura militar (1976-83), una nueva congregación de víctimas le está provocando una conmoción impensada. Se trata de hijos de represores que vivieron en una suerte de cautiverio psíquico y que ahora han decidido revelar públicamente que jamás avalaron los atroces delitos que cometieron sus padres y que incluso ellos también padecieron.

Más de cuarenta años después del golpe de Estado, tras décadas de oír a las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo reclamar por sus desaparecidos, de asistir a un goteo de restituciones de nietos arrebatados a sus familias biológicas, de ver a los genocidas juzgados, amnistiados y de nuevo en el banquillo, estas víctimas inesperadas, que cargan con el peor estigma, van saliendo a la luz. Empezó una, en forma casi anónima, y a medida que pasan los días se van sumando más voces.

«Mi ideología y mis conductas son absoluta y decididamente opuestas a las suyas. Nada me emparenta con este genocida», argumentó ante la Justicia Mariana D., hija biológica del represor condenado Miguel Etchecolatz, para justificar por qué quería cambiarse el apellido hace menos de un año. Fue el caso más extremo de estas víctimas que necesitan romper de manera tajante con esos vínculos que -sienten- las hacen cómplices de las peores aberraciones.

Condenado a reclusión perpetua por delitos de lesa humanidad, Etchecolatz es uno de los principales emblemas de la represión clandestina del régimen militar. Fue director de Investigaciones de la Policía de la Provincia de Buenos Aires durante la dictadura y tuvo a su cargo decenas de cárceles ilegales donde se torturaba y se hacía desaparecer a las víctimas.

Fue el responsable de la llamada 'Noche de los Lápices', cuando fueron secuestrados y desaparecidos adolescentes de colegios secundarios que reclamaban un transporte estudiantil gratuito. En 2006, en plena democracia, mientras era juzgado por otros delitos, desapareció uno de los dos únicos testigos vivos en ese juicio. Aún en las sombras, Etchecolatz conserva poder.

Cuando Mariana iba a la universidad o a comprar algo con su tarjeta de crédito, sus interlocutores solían quedarse impactados. «Qué apellido, eh?», le decían con temor y cierta sospecha. Tenía el peor estigma sobre sí misma. Ningún orgullo de ser la hija del represor. Ni siquiera afecto sentía por él. De niña se escondía cuando lo oía llegar. Deseaba que se muriese.

«Él aparentaba tener una familia pero nos tenía asco. Era la encarnación del mal en todos los ámbitos», recuerda Mariana. La mujer, hoy psicoanalista y docente universitaria, es la única de los tres hermanos que se quitó el apellido. Los otros dos lo conservaron aunque también se consideran víctimas. Su madre se volvió a casar y vive en el extranjero, prácticamente refugiada. «Su sola presencia nos infundía terror. No es que fuera un papá dulce y que después se convirtiera. Al monstruo lo conocimos desde chicos», asegura Mariana. «Es un ser infame, un narcisista malvado, sin escrúpulos».

Por esa razón, hace un año pidió el cambio de apellido. «No hay ni ha habido nada que nos una», declaró en la solicitud. «He decidido ponerle punto final al gran peso que para mí significa arrastrar un apellido teñido de sangre y horror, ajeno a la constitución de mi persona».

Desde que ha dado a conocer su historia, Mariana se siente más acompañada. Dice que siempre estuvo cerca de las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo, que incluso participó de muchas de sus manifestaciones en demanda de juicio y castigo para los represores. Pero su apellido, tan conocido, era una limitación para involucrarse.

Su testimonio, volcado por primera vez hace algunos días en una revista digital poco conocida, animó a otras personas que, como ella, repudiaron siempre la perversidad de sus progenitores.

«Más allá del horror, lo quiero»

Erika Lederer no oculta su apellido porque dice que es menos conocido pero comparte el rechazo a las acciones de su padre, Ricardo Lederer, médico obstetra en la maternidad clandestina que funcionó en el cuartel de Campo de Mayo, una de las prisiones ilegales. Allí dieron a luz numerosas embarazadas que estaban prisioneras. Luego del alumbramiento, las mujeres desaparecían y los niños se entregaban a apropiadores que los criaban bajo una falsa identidad.

Para recuperar a esos nietos -que viven sin saber que son hijos de desaparecidos- nació la agrupación Abuelas de Plaza de Mayo, que ya lleva restituidas más de un centenar de personas. El padre de Erika no vive ya. Se suicidó en 2012 cuando se conoció el caso de un nieto recuperado que él mismo había entregado tras arrebatarlo a su madre. «Recuerdo no poder hablar, los golpes, la vergüenza, los textos prohibidos, las películas vedadas», enumera Erika, que es abogada y mediadora judicial, del período dictatorial. «Vivíamos en un campo minado todo el tiempo».

A los nueve años descubrió que «ni Papá Noel existía ni mi viejo era tan bueno». Tenía 15 cuando su padre le puso una pistola en la cabeza a su madre. Cuando tenía 24, en su ausencia, el hombre le registró la habitación. Desconfiaba de sus lecturas. Fue cuando decidió abandonar para siempre la casa paterna. El testimonio de Mariana la animó, pero ella dio un paso más.

Se propuso «reunir a los hijos de los genocidas que jamás avalamos sus delitos. Podríamos juntarnos para aportar datos que ayuden a la construcción de la memoria colectiva y para sanar, porque no hay noción de los daños que aún se siguen produciendo», resumió en una página de Facebook donde se comunican ahora quienes se identifican con el grupo.

Como Analía Kalinec, hija del represor Emilio Kalinec, alias Doctor K, que conoció quién era realmente su padre en el proceso por sus crímenes. «Al principio me creí que él luchó por la patria. Lloraba por lo injusto de la situación. Sin darme cuenta me fui dando cuenta. Y empecé a llorar por lo justo de la situación», confiesa Analía.

O como la cineasta feminista Liliana Furio. «Hicimos un camino en soledad, sintiendo que no encajábamos en ningún lado. Es fundamental en este momento dejar claro que no estamos a favor de nuestros padres, de su postura, de lo que hicieron o de lo que formaron parte», proclama. «Repudio con todas mis fuerzas lo que mi padre hizo, pero eso tiene un costo muy alto porque yo lo quiero, más allá de ese horror».

Reporta un error en esta noticia

* Campos obligatorios