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SINFONÍA PARA FREUD

JONÁS SAINZ CRÍTICA DE TEATRO

Domingo, 7 de febrero 2016, 23:23

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Cuentan que Wittgenstein sentía la presencia de Dios en las trincheras y también en el refugio antiaéreo. De estar en lo cierto, significaría que, al menos en la Primera Guerra Mundial, en la que el austriaco combatió como voluntario, Dios estaba en el bando de Alemania, mientras que en la Segunda estaría con la Inglaterra atacada por los nazis, donde terminó viviendo, como tantos compatriotas. De lo que se deduce que o bien Dios está en todas partes y por encima de los conflictos de los hombres o bien que Dios es un traidor. Aunque menos espectacular, también cabe la posibilidad de que el filósofo fuera un creyente más que anteponía su fe en un ser superior a cualquier razonamiento. «Me pase lo que me pase -decía como expresión de un consuelo cuando menos discutible-, sé que no puede pasarme nada». Seguramente no era más que un hombre asustado, como, por otro lado, lo somos todos.

De cómo afrontamos racional o religiosamente el miedo a lo desconocido, especialmente al esquivo sentido de la vida y al insondable misterio de la muerte, trata 'La última sesión de Freud', con dos hombres inteligentes, cultivados y brillantes como el propio Sigmund Freud y Clive Staples Lewis, pero asustados al fin y al cabo como el mayor de los patanes, batiéndose en un duelo de alta esgrima intelectual y dialéctica sobre la cuestión de Dios. Y en el escenario, además, en un combate de altísima interpretación, con Eleazar Ortiz y un sensacional Helio Pedregal encarnando con gran humanidad al profesor y escritor británico y al célebre neurólogo austriaco.

Todo ocurre en lo que dura un encuentro entre dos personas, pero el asunto de su discusión lleva siglos sin terminar de resolverse. Londres, 3 de septiembre de 1939. El mismo día que Inglaterra declara la guerra a la Alemania de Hitler, un anciano y enfermo Freud recibe en su despacho a Lewis, un prometedor catedrático de Oxford y novelista de literatura fantástica del círculo de los inklings de Tolkien. El escritor, un converso que también encontró a Dios en las trincheras durante la Gran Guerra -aunque esta vez en el bando inglés-, ha satirizado por su ateísmo al padre del psicoanálisis en uno de sus libros y este quiere conocerle y hablar con él. Mientras otra vez la guerra y el horror vuelven a cernirse sobre Europa y el mundo entero se moviliza con sus banderas y credos, ellos dos se detienen simplemente a pensar y dialogar. Una metáfora de Mark St. Germain sobre lo que el filósofo Zizek aconseja hacer en nuestros días a propósito de la crisis: pensar.

Un creyente y un ateo discrepando aguda e irónicamente, sobre Dios y el sentido de la vida, veinte días antes de que un Freud acorralado y torturado por el cáncer se quite la suya. La obra, sutilmente adaptada y elegantemente dirigida para mantener el ritmo escénico, va y viene con inteligencia del terreno de las ideas al dolor físico, de las creencias religiosas a las deducciones lógicas, de convicciones irreconciliables a un mismo temor compartido hacia la muerte.

No habiendo victoria por KO, yo, que dudo de cuanto creo, diría que Freud gana a los puntos, pero que el par de golpes que encaja producen un extraño ruido de fractura en los cimientos de sus convicciones. Como cuando, al quedarse solo, termina escuchando la música que le desconcierta tanto como si de pronto oyera la voz de Dios.

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