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ANTÍGONA Y LA GUERRA (TEATRO DE LA CIUDAD III)

ANTÍGONA Y LA GUERRA (TEATRO DE LA CIUDAD III)

JONÁS SAINZ CRÍTICA DE TEATRO

Miércoles, 25 de noviembre 2015, 23:58

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Es la guerra? Supongo que siempre es la guerra y que ninguna nos es ajena. La misma guerra de siempre desde las Termópilas, Constantinopla o las Cruzadas. Lo único que cambia son las víctimas y cuánto lloramos por cada una, por más que en Gaza o Nueva York, Bagdad o Londres, Kabul o Madrid, Damasco o París, todas ellas valen exacta e infinitamente lo mismo. También en Tebas, hace veinticinco siglos, era la guerra. Y una mujer, incapaz de hallar en su corazón diferencias entre sus dos hermanos, muertos el uno a manos del otro por esa misma maldición cainita que a todos los humanos nos condena, dijo NO. ¿De qué otra forma podremos liberarnos de tan trágico destino sino negándonos a alimentarlo con más sangre?

La 'Antígona' de Sófocles es una reflexión mítica sobre la guerra y Teatro de la Ciudad ha ahondado oportunamente en la atemporalidad de sus muchos frentes: el conflicto entre sociedad e individuo, el dilema entre obediencia debida y conciencia moral, la pugna entre autoridad y libertad, entre acatamiento e integridad... Miguel del Arco se sigue superando al actualizar los clásicos y hacerlos propios. Su 'Antígona' es una vieja belleza con voz nueva. La esencia del mito permanece en el drama entre sus personajes, en la razón que todos ellos creen poseer y la obstinada irreflexión que les aboca al desastre. Pero además su valiente reescritura le aporta dimensión contemporánea y valor político. Siempre a través de los personajes y un enriquecedor trabajo de grupo.

Frente a Ismene, que prefiere acatar las leyes impuestas y vivir, su hermana elige desobedecer y morir porque otra ley superior le empuja, como empujaría a sus conciudadanos de no ser por el miedo que los encadena. La delicada y sensible actriz que aparenta ser Manuela Paso desprende energía y heroica hermosura desde el encuentro con el fantasma de Polinices hasta su soberbio encierro final, con la firmeza de quien está férreamente decidida a andar su propio destino. Literalmente irradia luz en la maravillosa escena en que vuela sobre el resto de los mortales en esa bola que domina siempre el espacio y que es caverna, luna de sangre, ojo de los dioses u ovillo de un hilo a punto de ser cortado...

Y Creonte, al que Del Arco concede el beneficio de la razón de Estado y una dignidad que no poseen los gobernantes escudados en herencias recibidas, corrompidos por el poder y olvidados de la naturaleza ciudadana de su servicio, posee también la fuerza de la gran Carmen Machi, capaz de sostener el personaje en lo alto y acompañarlo a las simas del dolor. Sus enfrentamientos con la propia Antígona, con Tiresias y en especial con su hijo Hemón, un cada vez más interesante Raúl Prieto, son excelentes. Como lo es la utilización, cambiante y creciente, del coro, fruto de los talleres de Teatro de la Ciudad, una experiencia extraordinaria y antológica que debería cundir.

Mientras la maldita guerra de siempre estallaba en París, Creonte se preguntaba en Logroño si hay una sola que no haya sido alentada por el fanatismo. La cultura -ha escrito alguien en la sala Bataclan- es un monumento que no puede ser destruido. Sé que es solo teatro, solo una ciudad más, pero qué otra respuesta digna podemos dar a la barbarie sino nuestro pecho insumiso, como Antígona, y nuestra voz gritando no a todas las guerras.

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