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I ESTAMPAS DE UN PAÍS I LA DESPOBLACIÓN

Crónica de un pueblo

Sólo ocho vecinos viven durante todo el año en Pinilla del Olmo, una aldea cualquiera de los páramos de Soria, las tierras más despobladas de Europa

JON AGIRIANO

Viernes, 29 de febrero 2008, 01:50

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En las tierras altas que se extienden entre Guadalajara y Soria, los mapas ofrecen un abanico de topónimos sugerentes: La Olmeda de Jadraque, Riba de Santiuste, Torrecilla del Ducado, Romanillos de Medinaceli, Alpanseque, Pinilla del Olmo... Al principio, pues, Pinilla del Olmo no es más que un bello nombre castellano escrito en una señal de carretera en mitad del páramo. Uno más; uno de tantos que se leen de pasada y se olvidan de inmediato durante los viajes. Sólo cuando el visitante, sin saber muy bien por qué, decide atender la indicación y gira a la derecha, Pinilla del Olmo empieza a ser algo concreto, más allá de cualquier ensoñación. Primero es un paisaje difuso, recortado en el horizonte de la llanura: una espadaña, un hangar de cereal y una mancha de casas bajas. Después, al cabo de tres kilómetros, Pinilla del Olmo se convierte en una estampa perfecta de esa España rural que se despuebla en silencio, sin remisión, a golpe de invierno.

La primera imagen de este pueblo, adscrito al Ayuntamiento de Baraona (Soria), son los muros de piedra que delimitan sus fincas, algunos árboles y espinos secos, un transformador de electricidad y una iglesia sencilla rodeada de cascotes de tejas levantadas por el viento, una fuerza incesante en esta tierra fría y hostil donde la vida, a más de mil metros de altitud, nunca ha dejado de ser inclemente. Es lo que piensa el visitante cuando comienza a recorrer las calles desiertas de Pinilla del Olmo y va anotando en su cuaderno la tristeza y la soledad que inspiran las ruinas, los tejados derrumbados, las grandes vigas de madera que han quedado al aire y ya son como los huesos de un esqueleto abandonado, las zarzas que crecen a sus anchas por todos los rincones... Algunas casas se conservan en buen estado. Tienen rosales y guindos en las fachadas y sus puertas están protegidas por unas planchas que no permiten que se cuele la nieve derretida; esa nieve que este año no acaba de llegar.

'No nos falta de nada'

Sólo cuatro casas están habitadas durante todo el año. El dato lo aporta Bienvenido Negredo, que regresa a la suya con un hato de leña. Es uno de sus quehaceres diarios: cortar leña, pasear dos o tres kilómetros para mantenerse en forma, atender a los pavos y las gallinas, y, a sus 82 años, disfrutar de la paz y el aire puro del pueblo en compañía de su mujer. Bienvenido comenzó a trabajar en 1936, recién estallada la Guerra. Tenía once años. Su madre murió y él y sus cuatro hermanos tuvieron que buscarse la vida. «Ganarnos el currusco», puntualiza. Él pudo hacerlo en un caserío de Almazán, propiedad de un terrateniente de la zona. Allí se dedicó a cuidar vacas, bueyes y caballos. Con el tiempo volvió al pueblo, pero siempre supo que su destino estaba lejos de allí. Así fue. Aprobó unas oposiciones y trabajó toda su vida en la Renfe como obrero ferroviario, primero en Flis, Tarragona, y al poco tiempo en Casetas, Zaragoza, donde crió a su familia y vivió hasta su jubilación.

-«Cuando me jubilé mi mujer y yo no lo pensamos. Ya sabe usted el dicho: 'Grulla a tu tierra, aunque sea a una pata'», dice.

En Pinilla del Olmo sólo quedan 8 vecinos. Es, por tanto, uno de esos pueblos que han hecho de Soria uno de los territorios más despoblados de Europa. Lo que los técnicos llaman un desierto demográfico. Las cifras de la provincia son rotundas: una densidad de 8,8 habitantes por kilómetro cuadrado, la más baja de España, similar a la de zonas árticas de Finlandia y Suecia, y 60 pueblos abandonados de los 200 que han sido catalogados en España. La antigua Cabeza de Extremadura de los tiempos de La Mesta, el paisaje donde Antonio Machado «soñaba caminos», languidece entre olvidos perpetuos y promesas incumplidas de los sucesivos gobiernos regionales y nacionales. Bienvenido Negredo, sin embargo, no se queja.

-«Mejor aquí que en la ciudad. No nos falta de nada. Un día a la semana viene el frutero, otra el pescatero, y un autobús de Almazán pasa a recogernos cuando le llamamos. Es un servicio de la Junta»-, explica.

El olmo del tío Timoteo

A Bienvenido, eso sí, le encanta hacer memoria y recordar los viejos tiempos, antes de la emigración masiva a Zaragoza, Barcelona, Madrid y Bilbao durante los años cincuenta, cuando las nevadas duraban semanas y las casas se calentaban con braseros de picón de encina. El pueblo tenía entonces 50 familias, una escuela, un cura que se llamaba don Pedro y una iglesia que los domingos se llenaba hasta el púlpito para adorar a la Virgen de Nuestra Señora del Tremedal. Los niños jugaban en las eras, se cosechaba trigo y centeno, las huertas rebosaban de almortas y bisaltos, cientos de ovejas parían en las tainas -ahora todas derrumbadas-, y los olmos que dan nombre al pueblo eran un primor, nada que ver con los que quedan ahora, chaparros y moribundos por la grafiosis.

-«El olmo del tío Timoteo lo tuvieron que cortar. Era tan grande que, los días de viento, las raíces movían toda la casa»-, recuerda Bienvenido.

Hermanos Bartolomé

El futuro de Pinilla del Olmo son tres hermanos treintañeros, los Bartolomé. José Luis, el mayor, vive con su compañera en Baraona, pero lleva años construyéndose un chalet en el pueblo. Juanjo y Javier, el mediano y el pequeño, continúan con su madre en la casa familiar, que se levanta entre el viejo frontón y el camino que va a la ermita de La Soledad. Los Bartolomé cultivan trigo, cebada y girasol en unas tierras pedregosas y pastorean un rebaño de mil ovejas cuyos corderos venden a una distribuidora de lechazos de San Esteban de Gormaz. A José Luis se lo encuentra el visitante limpiando el depósito de gasoil con el que alimenta sus cuatro tractores. Subido a una escalera, ha introducido una manguera por la boca del tanque y dirige el chorro de agua a presión. La visita le sorprende. Los forasteros son muy escasos por estos pagos. Pero José Luis no tarda en ofrecer un cigarrillo rubio y en mostrarse locuaz.

-«Esta es la España cruda. Los inviernos son duros y tenemos mucho trabajo. Hay faena para los tres y nos sobra. Da pena que haya tan poca gente, pero no voy a quejarme. En su día, cuando otros se marchaban, nosotros decidimos quedarnos en las tierras de nuestro padre. Y no nos arrepentimos»-, asegura. Detrás suyo, en el hangar que utilizan como almacén, se acumulan montañas de trigo y de cebada. «Lo vamos sacando según el precio de mercado. De lo contrario, no merece la pena. Este año no nos podemos quejar. El precio está bien. Lo malo es que han subido los abonos y el gasoil»-, afirma.

Uno se hace a la vida dura, al campo abierto en soledad, a mirar el cielo lentamente y desentrañarlo. Javier, el pequeño de los Bartolomé, sale de casa en su todoterreno. Son las cuatro de la tarde y va a dar de comer a las ovejas. Los establos se encuentran a las afueras del pueblo, en el fondo de un resayo. Viste buzo, varias camisetas superpuestas y una bufanda negra. Tiene la piel curtida por la intemperie y una barba rala. Cuenta que los fines de semana suele salir por Almazán y que, cada cierto tiempo, se da una vuelta por Zaragoza o Madrid. Pero se cansa rápido de la ciudad.

-«En un par de días ya me siento extraño. El pueblo me tira».

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